domingo, 24 de noviembre de 2024

Recuerdos del tren (XVIII): Entrando en Madrid

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 ENTRANDO EN MADRID


Cuando en vez de ir a Toledo tocaba viajar a Madrid en el semidirecto para hacer compras o visitar a algún médico, no había espectáculo que me atrajera más y que esperase con mayor interés que el que aparecía en el último tramo del recorrido, entre Getafe y la estación de Atocha. 

Pasada la estación de Ciempozuelos empezaba a mirar por la ventanilla  con mucha atención ya que los hangares o talleres de la base aérea de Getafe quedaban cerca de la vía y siempre era posible ver algunos aviones de distintos tipos aparcados en el exterior. No tardando mucho aparecía a la derecha el cerro de los Ángeles y no faltaba nunca alguien que lo señalara y volviera a repetir que se trataba del centro geográfico de España y que durante la guerra –la todavía entonces cercana guerra- se habían dado allí episodios muy duros y violentos…

Cuando empezaba a escuchar todo esto sabía que ya era el momento de acomodarme en la ventanilla o buscar alguna que estuviera libre y si era posible abierta, siempre al lado derecho, claro. Se avecinaba el espectáculo al que antes me refería y que me hacía verdaderamente feliz: el paso por la zona del depósito de Cerro Negro. Poco a poco el número de instalaciones ferroviarias iban aumentando y parecía que nuestra Mikado, sintiendo cerca casa y familia, daba lo mejor de sí misma. Era impresionante contemplarla desde la ventanilla abierta tomando algunas curvas de ese recorrido con su enérgico y rápido, pero también acompasado y ligero movimiento de bielas. Al tiempo que hacía sonar repetidamente su grave silbato aceleraba y resoplaba para llegar a Madrid a su hora por una vía que se encontraba ahora ya en perfectas condiciones. 

Ambiente en la estación de Atocha a la llegada de un tren a mediados del siglo XX (autor desconocido)

Al mismo tiempo se me iban los ojos tras tantas y tantas locomotoras de distintos tipos que no conocía; máquinas que maniobraban o estaban aparcadas o retiradas en largas y lejanas filas en las vías de Cerro Negro, en un ambiente gris y humeante, pero para mí pleno de atractivo. A veces, al gris del humo se sumaba el gris de un cielo nuboso y llovedor dando a ese ambiente una luz y una tonalidad que generaba una sensación nostálgica y un punto triste, quizás, en el fondo, envolvente y acogedora. Pero en aquel momento yo no reparaba en todo eso y seguía en la ventanilla absorto en las locomotoras que desfilaban delante de mí. Viendo a algunas, ya tan achacosas, y con escapes de vapor por todas sus juntas, me preguntaba cuál sería la más antigua de todas ellas. Naturalmente en aquellos momentos no tenía respuesta pero la pregunta se quedó en mí esperándola pacientemente.

Esa respuesta llegó muchos, muchos años después, cuando confeccionaba las primeras entradas de mi blog con la ayuda indispensable de las publicaciones de Fernando Fernández Sanz: la serie más antigua de RENFE en aquella época era la 030-2013 a 030-2059, algunas de cuyas máquinas, las todavía no retiradas o desguazadas, estaban celebrando ya su centenario. Eran aquellas “mamut” de rodaje 030 de cilindros y distribuciones interiores que MZA empezó a adquirir a partir de 1857 a factorías como Kitson, Wilson o Cail para las extensiones de sus líneas desde Albacete hasta Alicante y también a Zaragoza, y que conformaron su serie 246 a 316. Algunas de ellas, estuvieron resoplando y maniobrando en depósitos como los de Cerro Negro o Zaragoza hasta su desguace total en los primeros años sesenta. Se salvó la 246, primera de todas ellas, y a la que se rindió un sentido homenaje en Atocha celebrando su centenario, en el que estuvo acompañada por las entonces “recién nacidas Confederación 242-2001 y Alsthom 7624. 

 

 La 030-2049 esperando el desguace a principios de los sesenta (Karl Wyrsch/Archivo Histórico Ferroviario del Museo del Ferrocarril de Madrid)


 Ahora sé, a través de un conjunto de fotos de Karl Wyrsch custodiadas por el Archivo Histórico Ferroviario del Museo del Ferrocarril de Madrid que una línea de locomotoras apartadas, todas iguales, que veía a lo lejos en esas increíbles y atractivas entradas a Madrid eran ya varias de ellas, y sé que todavía me crucé con algunas que todavía trabajaban afanosamente como siempre lo hicieron: en su juventud arrastrando los mejores trenes de la naciente MZA y en su vejez ayudando en los depósitos a sus compañeras mucho más jóvenes. 

Ahora, recordadas en un rincón preferente de  mi blog, ya he podido y contestarme a mí mismo aquella pregunta de cuál sería la más antigua. Ellas eran las más antiguas y todavía pude llegar a conocerlas antes de que se marcharan definitivamente. Fue un placer y un honor.


domingo, 17 de noviembre de 2024

Recuerdos del tren (XVII): Subiendo a Ocaña con la "1700"

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SUBIENDO A OCAÑA CON LA “1700”


Y ya que en el capítulo anterior estábamos en Aranjuez y el mixto estaba a punto de salir, invito al lector, si le gusta el humo y no anda corto de tiempo, a que me acompañe en él hasta Santa Cruz. ¿Vamos allá?

Viajar en el mixto de las cinco y veinte –hora teórica de su llegada a Santa Cruz- era toda una aventura que, en el caso del viajero “corriente”, sólo convenía emprenderla si no había más remedio o los horarios no permitían otra cosa. Los pocos santacruceros que lo utilizaban eran algunos que habían ido por la mañana a Madrid o a Toledo y habiendo acabado pronto sus asuntos se les hacía demasiado esperar hasta el tren de las nueve de la noche. Pero, para mí, cuando en mis frecuentes viajes familiares entre Toledo y Santa Cruz tenía que viajar en ese tren, esa aventura se convertía en una experiencia fascinante.

Todo comenzaba con las maniobras de la 1700 en la estación de Aranjuez que he descrito en el capítulo anterior. Tras finalizarlas, el fogonero avivaba el fuego con el fin de generar gran cantidad de vapor y así  poder coronar con éxito la cuesta de Ontígola, una subida de unos quince kilómetros en la que se asciende desde los escasos 500 metros de Aranjuez hasta los setecientos largos de Ocaña, con rampas del 17 por mil. En principio un repecho de este tipo no hubiera constituido un gran obstáculo para una magnífica 1700, una locomotora que fue orgullo e insignia de la compañía MZA, pero que ya, con cuarenta años a sus espaldas, y no sé si todavía con un mantenimiento adecuado, sí constituía un cierto reto para ella, sobre todo si el mixto era un poco pesado. 

Una 1700 en cabeza de un correo en la estación de Santa Cruz (Fernando F. Sanz)

Ya en marcha, y tras pasar por los complicados cruces y agujas de la salida de la estación de Aranjuez, el tren tomaba la vía situada más a izquierda, que era la correspondiente a la línea de Cuenca. Hasta llegar a la estación de Ontígola la cuesta no era excesiva y la locomotora iba con potencia suficiente y buen ritmo. Tras la parada en esa estación, en la que normalmente no se hacían maniobras aunque la detención era obligatoria, empezaba la lucha. La arrancada en cuesta, sobre todo si el tren llevaba bastantes vagones de mercancías, significaba un buen gasto de energía y por tanto de vapor para la locomotora. Ello obligaba al fogonero a avivar el fuego mediante grandes y continuas paladas de carbón desde el tender al hogar. A su vez el maquinista tenía que ser muy cuidadoso con la conducción para aprovechar bien el uso del vapor que se producía en la caldera. Todo ello se traducía normalmente en la salida de un intenso humo negro por la chimenea acompañado por partículas de carbón no del todo quemado, la llamada “carbonilla”, así como en un tremendo espectáculo de chispas, chirridos y resoplidos.

Naturalmente no podía perdérmelo. Casi con medio cuerpo fuera de la ventanilla asistía al mismo en arrobo casi extático. Aprovechaba las curvas a favor para observar el cansino y lento movimiento de las bielas transmitiendo desde los cilindros a las ruedas la fuerza expansiva del vapor… al tiempo que la carbonilla aprovechaba para tiznar mi cara y meterse en mis ojos…¿pero acaso importaba?

Normalmente el tren subía cansinamente hasta Ocaña sin detenerse, pero alguna vez, bien fuera por el excesivo peso o por el estado de la locomotora, el tren tenía que pararse en plena cuesta, echar el freno y volver a hacer vapor hasta alcanzar la presión suficiente que le permitiera continuar. Ya definitivamente en la estación, y tras llenar el tender de agua, solían empezar en muchas ocasiones las maniobras para tomar o dejar vagones mientras el fogonero se bajaba un momento para rellenar el botijo en la cantina…

La "rampa de Ontígola" subiendo hacia Ocaña (a la derecha), escenario de aquellas exhibiciones de las 1700 (Google Earth)

Esas maniobras podían durar poco o mucho y el tren comenzaba a acumular retraso sobre el horario oficial que se sumaba al generado en la trabajosa subida de la cuesta. Si la cosa iba para largo, también algunos viajeros se apeaban para estirar las piernas o pasar a su vez por la cantina. Mientras tanto, mi cara, casi tan negra como la del fogonero, era observada con horror por mis padres, que trataban de limpiarla con lo que hubiera a mano mientras musitaban por lo bajo algo que sonaba una vez más como “¡qué manía con la dichosa ventanilla!”

Acabadas las tareas de Ocaña, el tren continuaba, ya prácticamente llaneando, y por tanto con la 1700 mucho más alegre, hacia Noblejas y Villarrubia. En estas estaciones las maniobras eran menos frecuentes que en Ocaña pero también se hacían, sobre todo para dejar o tomar vagones foudre de transporte de vinos.



 
“El tren de las cinco” se acerca a Santa Cruz (acuarela de Santiago Almarza)

En cualquier caso, lo normal era que el retraso se fuera acumulando y que la llegada  a Santa Cruz, salvo algún día en que el tren no llevara mercancías, se produjera mas tarde de lo previsto. Y a ello respondía la famosa y constante pregunta que los viajeros que lo esperaban hicieran al jefe de estación y que a los lectores ya les suena: ¿Con cuanto viene?


martes, 12 de noviembre de 2024

Recuerdos del tren (XVI): Esplendor en Aranjuez

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ESPLENDOR EN ARANJUEZ

Desde muy niño la estación de Aranjuez se me hizo bastante familiar. Los frecuentes viajes a Toledo con el obligado transbordo en esa estación y mi incipiente pero ya marcada afición ferroviaria, hizo que la conociera bien y la tomara un cierto cariño. 

Cuando hacíamos el viaje por la mañana, el tiempo muy justo que mediaba entre la llegada de nuestro tren y la entrada del “turista”, hacía que solo me pudiera fijar en poco más que en los artísticos azulejos del paso inferior por el que íbamos de un andén a otro con una cierta premura. Y si quedaba algo de tiempo y había suerte, podía tener todavía una visión panorámica y despejada de la arrancada hacia Madrid del tren en que habíamos viajado. Si, por el contrario, volvíamos a Santa Cruz por la tarde-noche la situación era muy parecida y no me daba tiempo a fijarme en nada más.

Pero todo era muy distinto cuando utilizábamos los mixtos. Si tomábamos el que teóricamente pasaba por Santa Cruz sobre la una menos veinte del mediodía, llegábamos a Aranjuez sobre la una y media o dos menos cuarto mientras que el otro mixto para Toledo no saldría hasta las tres o tres y cuarto. En el caso de que el recorrido fuera el contrario, el tiempo en Aranjuez para tomar el mixto hacia Cuenca era probablemente el mismo. Quizás conviene aclarar que estos trenes estaban combinados entre ellos: el mixto de Cuenca llevaba siempre, además de un número mayor o menor de vagones de mercancías, dos coches “costa”. Por su parte, el de Toledo también llevaba dos “costas”. En Aranjuez el tren que venía de Toledo enganchaba a los dos de Cuenca y seguía hacia Madrid. Más o menos una hora más tarde llegaba un tren de Madrid con otros cuatro “costas”. Dos seguían con su locomotora a Toledo mientras que los otros dos eran enganchados a la “1700” del mixto de Cuenca y se comenzaba a formar así un nuevo tren mixto hacia Santa Cruz y Cuenca.

Esta operación tenía un encanto especial para mí. La contemplaba con toda calma desde la cantina donde pasaba con mis padres a comer algo durante la hora u hora y media que teníamos que esperar hasta que arrancara nuestro tren. En principio, dos de los “costa” que habían llegado de Madrid estaban en una de las vías y hacia ellos llegaba para engancharlos la “1700”. A continuación, ya con ellos, y si era el caso, volvía a maniobrar para enganchar diferentes vagones de mercancías. La operación, que a veces resultaba bastante laboriosa, solía acabar con suerte antes de las tres y media de la tarde que era la hora oficial de salida. Pero hasta ese momento yo había disfrutado de lo lindo viendo también el paso frecuente de otros trenes por la estación, bien desde dentro del “costa” en el que a esas horas siempre encontraba ventanilla, o todavía desde el andén.

El “mixto” de Cuenca se formaba en la estación de Aranjuez con dos coches “costa” a los que se podían añadir un número indeterminado de vagones de mercancías

Pero cuando la estación de Aranjuez era una verdadera delicia para los amantes del ferrocarril era a primera hora de la mañana y últimas de la noche, coincidiendo con el paso de la gran cantidad de expresos que iban o venían de las capitales levantinas o andaluzas. Expresos de Sevilla y Cádiz, Málaga, Granada y Almería, Valencia, Alicante o Murcia pasaban con poco intervalo entre ellos traccionados casi siempre por las francesas Alsthom de la serie 7600 de los depósitos de Madrid-Atocha o Alcázar, aunque de vez en cuando podía aparecer una “panchorga” 7800 de Alcázar. Ambas locomotoras me impresionaban porque estaba muy poco acostumbrado a verlas, pero sobre todo las “francesas”, con su sonido tan característico y su librea verde esmeralda, me parecían el colmo de la modernidad. Eran trenes muy largos, compuestos en buena medida por coches “ochomiles” y coches-cama. Y si la imagen de día ya era impresionante, verlos por la noche, con todas las ventanillas iluminadas, pasando raudamente y perdiéndose en la oscuridad se convertía en un espectáculo verdaderamente fascinante y evocador. Pero no solamente lo daban los expresos. El desfile de los “rápidos”, que eran trenes diurnos, en contraposición a los expresos que eran nocturnos, y que tenía lugar hacia las diez o las once  de la mañana en un sentido y hacia la media tarde en el contrario, era también espectacular.

Todo eso ya acabó hace mucho tiempo. La progresiva implantación de trenes de día con talgos, electrotrenes, TER, o unidades mermaron mucho la circulación de aquellas composiciones, y el golpe definitivo llegó con la entrada de la alta velocidad. Hoy la estación de Aranjuez es casi una estación de cercanías con un trasiego constante de unidades blancas y rojas y con la aparición circunstancial de algunos mercantes y trenes de “media distancia”. 

A veces la añoranza me lleva a volver allí aunque solo sea para soñar un rato con aquel tiempo de esplendor. Y alguna vez me voy en sábado cuando el tren de la fresa tiene descansando a sus “costas” en el andén principal. Me siento junto a uno de ellos, si es posible en el que yo viajaba a veces. Paso la mano por su madera de teca, aspiro su olor, que sigue siendo el de entonces, cierro los ojos  y quedo a la espera de que la “1700” venga a recogernos.




domingo, 3 de noviembre de 2024

Hablando de trenes (XV): Tiempo de littorinas


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TIEMPO DE LITTORINAS


Además del “gorrinillo” que venía de Villacañas, también pasaban por Santa Cruz algunos automotores que hacían un servicio de tarde entre Madrid y Valencia por Cuenca. La línea de Madrid a Cuenca fue quizás la primera en ser atendida por los grandes automotores Maybach que MZA puso en servicio en septiembre de 1935, aunque la experiencia debió ser efímera por el advenimiento de la Guerra Civil.  Durante ella dos de estos Maybach, sufrieron accidentes y después, cuando finalizó, fueron dedicados durante un tiempo a la relación Madrid-Barcelona. 

El WE 401 en la estación de Cuenca en sus pruebas. Año 1935 (autor desconocido)

Durante los años cuarenta siguió existiendo un servicio de automotores entre Madrid y Cuenca que seguramente se extendió hasta Valencia cuando en 1947 se finalizó el complicado tramo entre Cuenca y Utiel. No sé en detalle cuáles fueron los vehículos concretos que se ocuparon del servicio, sólo puedo dar fe de algunas fotografías tomadas en la estación conquense de Vellisca así como en la de Atocha – en este caso con el cartel del recorrido bien visible- en las que aparecen claramente unos Ganz grandes. 

Un Ganz de la serie 9209-9214 en la estación conquense de Vellisca. Año 1953 (AHF/MFM. Autor Karl Wyrsch)

El Ganz 9211 saliendo desde Madrid-Atocha hacia Valencia el 15 de noviembre de 1959 (J. Swanberg/cortesía J.A. Méndez Marcos)

Cuando muy a principios de los sesenta ya inicié mis numerosas visitas a la estación de Santa Cruz el “rápido automotor” (tal como se denominaba en las guías) de Madrid a Valencia pasaba alrededor de las cinco de la tarde mientras que el de retorno lo hacía sobre las ocho, ya en la tarde-noche. Al menos en aquellos años lo cubrían principalmente las “littorinas” Fiat de la serie 9215 a 9226, si bien es posible que a veces lo hiciera algún Renault ABJ-7. 

La littorina 9218 estacionada en Madrid-Atocha en 1957. Ignoro si estaba prestando servicio en la línea Madrid-Cuenca-Valencia (autor desconocido)

Me gustaba ir a verlos pasar siempre que podía y comprobar que lo hacían a la hora prevista, tal como un “rápido automotor” entendía yo que debía hacerlo. Me encantaba verlo venir desde lejos y observar su balanceo de vehículo ligero cuando pasaba por la zona de agujas. Disminuía su velocidad según se acercaba a la estación, saludaba al jefe y reconocía su señal de vía libre con un sonoro bocinazo, e inmediatamente volvía a acelerar su motor recuperando velocidad. 

Una tarde, creo que de primavera o verano, estaba muy atento a su paso ya que unos tíos míos que vivían en Toledo nos habían dicho que lo tomarían en Aranjuez para trasladarse a un congreso en Valencia. Naturalmente allí estaba yo, un poco antes de las cinco, en mi sitio favorito de observación. Sabía que me resultaría difícil verlos cuando pasaran pero, aún así, estuve muy atento a todas las ventanillas para intentar atisbar cualquier saludo o señal desde alguna de ellas. No observé nada y extrañado volví a casa. Pocos días después nos dijeron que ellos sí me habían visto perfectamente. Resulta que en Aranjuez les dijeron que no había plazas disponibles pero que podrían viajar de pie hasta que quedara algún sitio libre -cosas de aquellos tiempos- solución ésta en la que no sé si tendría algo que ver el respeto o la atención que se dispensaba en aquellos tiempos a los sacerdotes ¡y más aún si se trataba de un canónigo de la catedral de Toledo como era mi tío! El caso es que hicieron buena parte del recorrido en cabina, acompañando al automotorista, y desde ella me vieron y saludaron. ¡Con que orgullo hubiera yo vuelto a casa viendo a mis tíos nada menos que en cabina!

Lógicamente, estos “rápidos automotores” no paraban en Santa Cruz yendo directamente desde Aranjuez hasta Tarancón. Si lo hacían alguna vez era porque algo había ocurrido. Así fue desgraciadamente cuando, creo que fue una “littorina”, arrolló en un paso a nivel sin barreras cerca del pueblo a un carro arrastrado por una mula en el que iban varios ocupantes y de los que al menos alguno murió. La noticia se extendió por el pueblo con toda rapidez y parece que había sido el propio automotor el que llegó por sus medios a la estación, aún con las señales evidentes del arrollamiento, para dar cuenta de lo que había pasado. 

Cuando me enteré noté en mi cuerpo una extraña y amarga sensación en la que se mezclaba tristeza y dolor, desde luego por las personas que habían perdido la vida pero también, debo confesarlo, por el desgraciado papel que le había tocado desempeñar a una de mis admiradas littorinas y a su desgraciado conductor. Desde entonces, siempre que observo el curioso frontal de estos automotores, con esa especie de ojos saltones de sus faros y del amago de rictus que parece esbozar la carcasa protectora del radiador, no puedo dejar de revivir aquel día y mientras me fue posible, dar un toque de ánimo a la enmohecida chapa de su cabina. Me refiero a la ya prácticamente destrozada littorina  9217 que todavía sigue bajo un toldo en la zona exterior de Delicias.  No sé si prefiero verla como la hacía hasta hace unos años, cuando la fotografié o mejor ya no verla así. 



La “littorina” 9217 en el exterior del Museo del Ferrocarril de Madrid antes de ser cubierta por un toldo

Temo ver en sus ojos saltones e inquisitivos y en su rictus, un punto amargo, una petición de ayuda, de supervivencia, algo que no sé si llegará a suceder alguna vez.