domingo, 27 de octubre de 2024

Recuerdos del tren (XIV): Inundaciones

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INUNDACIONES


En un país de clima extremo como España, los fenómenos atmosféricos adversos como lluvias intensas, nevadas, heladas o vientos fuertes pueden tener incidencia en la circulación ferroviaria. En la actualidad el soporte meteorológico a la gestión del tráfico de los trenes está muy avanzado y consolidado y en algún capítulo posterior referiré como se pusieron las bases de ello. 

Pero en aquellos años cincuenta y sesenta la predicción meteorológica era muy deficiente, y deficiente también –prácticamente nula- su utilización por parte del transporte terrestre. Esto hacía que la ocurrencia de algunos de estos fenómenos a que antes  me refería ocasionara con cierta frecuencia problemas serios en el tráfico ferroviario. Entre ellos, el más común era la inundación de las vías en periodos de lluvias continuadas y abundantes, pero sobre todo por la ocurrencia de intensas tormentas que provocaban y siguen provocando fuertes y rápidas avenidas, las denominadas “inundaciones relámpago”.

Este tipo de sucesos podía afectar al tráfico ferroviario por Santa Cruz de dos maneras. El más frecuente era el corte de la línea entre Tarancón y Cuenca, específicamente en el trayecto entre Castillejo del Romeral y Cuevas de Velasco. Es una zona de vega recorrida por un pequeño río –el río Mayor de Cuevas de Velasco- que nace en los cercanos Altos de Cabrejas, una pequeña alineación montañosa que el tren atraviesa por el denominado túnel de Sotoca, y que es tributario del río Guadiela. Esa zona de Cabrejas, como todo el Sistema Ibérico al que pertenece, es bastante tormentosa y ello daba lugar a crecidas rápidas y bruscas del citado río Mayor, algo que supongo que se habrá solucionado y ya no seguirá ocurriendo en la actualidad.

Esta es una curiosa imagen tomada en la decada de los años veinte del pasado siglo de un corte de vía por inundación en la línea de Aranjuez a Cuenca. No tiene una datación geográfica concreta pero se me ocurre pensar que el castillo del fondo sea el Castillo del Romeral situado sobre el pueblo de Castillejo del Romeral (Archivo Histórico Ferroviario del Museo del Ferrocarril de Madrid. Autor: Juan Salgado Lancha)

Era por tanto relativamente frecuente que, tras un día o dos de fuertes tormentas en la zona, corriera por Santa Cruz la noticia de que no había trenes porque “el agua había cortado la vía por Cuevas de Velasco”. En aquella época de escasos automóviles y coches de línea, la suspensión de los trenes, sobre todo hacia Madrid, suponía un trastorno grave en las actividades del pueblo. Semidirectos y mixtos quedaban suspendidos, aunque no sé si alguno de ellos circularía hasta Tarancón. Como tampoco sé si el correo de Valencia circularía desviado por la general de Andalucía y Levante o simplemente se reforzarían algo los trenes habituales de Madrid a Valencia por Albacete.

En cualquier caso, para mí, la situación me llevaba a imaginar una majestuosa representación de una locomotora de vapor cruzando despacio, pero vigorosamente, por las vías inundadas y con obreros trabajando junto a ella; otra imagen más de mi particular iconografía ferroviaria. Pero, en general, no era para tanto: la interrupción del tráfico no duraba en general más de uno o dos días y pronto todo volvía a la normalidad.

Había otra zona de inundaciones relativamente frecuentes que afectaba, ahora de forma indirecta, a la estación de Santa Cruz. Se trataba de una zona cercana a Villasequilla en la línea de Madrid a Andalucía. Allí la vía férrea discurre durante un tramo al lado del arroyo Cedrón, llamado también Melgar. El Cedrón es otro pequeño río que nace en la Mesa de Ocaña en el término municipal de Villatobas y desemboca en el Tajo en el carrizal de Villamejor. Normalmente no lleva mucho caudal pero cuando había tormentas fuertes en zonas de la citada Mesa, llegaban torrenteras desde los cerros hasta su cauce, que en esa zona de Villasequilla tiene ya muy poca pendiente, y de vez en cuando las vías quedaban bajo el agua. Si la incidencia era importante e iba a tardar un tiempo en resolverse merecía la pena que los trenes hacia Andalucía y Levante, o al menos algunos de ellos, fueran desviados desde Aranjuez a Santa Cruz por la línea de Cuenca y de allí marcharan hacia Villacañas por la pequeña línea de 42 km –la del “gorrinillo”- e igualmente -aunque a la inversa- deberían hacerlo los que circularan hacia Madrid. Esta situación provocaba un intenso e inusual movimiento en la estación santacrucera ya que las locomotoras tenían que maniobrar para ponerse a la cabeza del tren tanto si provenían de una dirección como de la contraria. Supongo que para el personal de RENFE debía ser una situación estresante y tampoco era muy agradable para los viajeros de los trenes desviados que asomaban por las ventanillas sus rostros cansados y un tanto perplejos esperando el momento de que su tren volviera a ponerse en marcha. Pero yo, y bastantes curiosos que se acercaban a la estación, disfrutábamos  mucho viendo locomotoras y vagones muy distintos a los que habitualmente circulaban… 

Cuando ahora, de tarde en tarde, vuelvo a visitar la estación, casi siempre silenciosa y desierta, y ya con solo una vía de paso, un solo andén y algún resto de carriles de la antigua línea de Villacañas, me parece mentira, un sueño, que yo hubiera vivido allí tanto esplendor, tanta abundancia.

domingo, 20 de octubre de 2024

Recuerdos del tren (XIII).- La solitaria dama del correo de Valencia



Hay imágenes que solo duran algunos segundos pero, sin que uno sepa exactamente la razón, se quedan para toda la vida. Algo así fue lo que me pasó con aquella visión fugaz de una anónima y solitaria viajera del correo de Madrid a Valencia.

Hacia las diez y media de la mañana, cuando el gorrinillo debería haber llegado ya a Villacañas y el semidirecto estaría casi entrando en Atocha, iban apareciendo por la estación de Santa Cruz viajeros para el correo Madrid – Valencia por Cuenca, que llegaba a las once menos cuarto. Salía este tren de Madrid hacia las nueve de la mañana y llegaba a su destino hacia las siete o siete y media de la tarde. El cruce con el correo “descendente” Valencia – Madrid, se hacía en Cuenca o probablemente en alguna estación un poco más allá, quizás en Los Palancares o en Carboneras.  Pero, en cualquier caso, uno y otro, se detenían en Cuenca sus buenos veinte o veinticinco minutos para que los viajeros pudieran comer rápidamente en la fonda o bien comprar bocadillos y bebidas. La locomotora titular de este tren siempre era una Mikado de las últimas series que llevaba al tren hasta Utiel donde solía ser relevada por una pareja de antiguas “mallets”. Los vagones eran normalmente “verderones”; a veces se intercalaba algún “costa”, pero no era lo normal. Lo que sí me pareció ver de vez en cuando fueron algunos coches de las series “cinco mil” o “seis mil”. De este modo, la composición normal del correo estaba formada por un furgón de equipajes, un furgón de correos, tres o cuatro “verderones” de tercera clase y otro “verderón” –o en su caso, como apuntaba antes, algún “cincomil”- mixto de primera y tercera o bien simplemente de primera. A veces este tren arrastraba al final un vagón cerrado de mercancías sin que yo supiera nunca a ciencia cierta cuál era su cometido concreto.

El correo de Valencia era un tren “serio” y llegaba casi siempre con extraordinaria puntualidad, entrando en la estación  con aspecto grave y circunspecto. Era una sensación muy distinta a la del tren de las nueve que había partido un par de horas antes para Madrid. En el caso de aquel todo era bullicio y familiaridad en la estación y los vagones eran hervideros de gente conocida y comunicativa. No era así en el caso del correo donde los viajeros eran muy distintos. Se trataba en buena medida de gente de ciudad que se trasladaba a Cuenca o Valencia, y los rostros que se asomaban a las ventanillas, con una mezcla de curiosidad y displicencia, eran muy distintos a los del resto de los trenes que pasaban por Santa Cruz. 

Veía pasar a esas personas por delante una vez que el tren ya había arrancado y yo seguía situado en mi ubicación favorita, en el punto donde paraban las locomotoras; de este modo, cuando llegaban allí, los vagones pasaban ya con una cierta velocidad. Fue por tanto una visión rápida y fugaz: asomada a una ventanilla amplia –deduzco por tanto que se trataba de un “cinco mil” de primera clase- aparecía una mujer solitaria, de mediana edad, bien vestida y con un rostro tranquilo y sereno, si bien me pareció percibir en él un pequeño punto de tristeza o de nostalgia o, al menos, esa fue mi sensación. Había en ella una mirada como la de alguien que explora fuera de su territorio a la búsqueda o al encuentro de algo o de alguien, un encuentro que quizás podría ocurrir unas horas después en Cuenca o en Valencia.

Algo así  dibujó Carlos Tauler en la portada del número 75 de Vía Libre en 1970

...Aunque de espaldas, esta es la imagen más cercana a lo que contemplé....

Creo que ella también se fijó en mí y pienso sí se preguntaría quien sería aquel chaval de la bici y qué estaría haciendo allí. En cualquier caso, aquella fugaz imagen se me quedó grabada y durante muchos años todavía me preguntaba sí ella habría encontrado lo que andaba buscando, y si mi imagen, también fugaz, la despertó alguna sensación. 

Y así lo interpretó una inteligencia artificial cuando le conté esta vivencia...

En cualquier caso esa visión era como el símbolo de un misterio que nunca descifraría porque, probablemente, tal como fue, ya fue completa en sí misma al dejar como regalo una mirada de respeto, cercanía y acogida. Todos los encuentros, duren una vida o solo un segundo, tienen un sentido.




sábado, 12 de octubre de 2024

Recuerdos del tren (XII): La cita vespertina

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LA CITA VESPERTINA


El servicio vespertino del “zaragoza” era mucho más tranquilo. Llegaba a Santa Cruz algo después de las ocho de la tarde y esperaba hasta las nueve, hora aproximada de llegada del semidirecto Madrid-Cuenca. Ahora venía con más tiempo y se le notaba tranquilo, sintiéndose protagonista. Tras estacionarse y apearse los pocos viajeros que venían en él, el conductor del automotor –el automotorista o motorista se le llamaba-  bajaba a estirar las piernas por el segundo andén y a veces se sentaba al borde del mismo acompañado en animada conversación por el jefe de estación, el guardagujas y alguna otra persona. Los recuerdo frente a mí; yo los observaba fijamente y me moría de ganas por saber de que hablaban, imaginando que compartían grandes secretos sobre locomotoras y automotores… aunque probablemente su conversación estaría más centrada en el fútbol o en los sueldos de RENFE.

A veces había sorpresa y no era el “zaragoza” el que aparecía. Supongo que, en cada momento, bien por averías o mantenimientos, el depósito de Alcázar utilizaba para ese servicio de tan pocos requerimientos el vehículo o composición que más le convenía. De este modo, y aunque creo que alguna vez apareció un automotor Ganz de bogies, era relativamente normal que llegara una vaporosa “RENFE” 240 arrastrando una curiosa composición formada por un furgón, un coche de ejes de procedencia Norte, otro pequeño coche de madera también de ejes de claro origen MZA y un segundo furgón. A mí me encantaba esa novedad porque suponía un espectáculo la maniobra para colocar a la locomotora de nuevo en cabeza del tren, preparada para el viaje de vuelta, y probablemente con el tender por delante. Una vez en esa situación, también maquinista y fogonero podían sentarse tranquilamente al fresco en el borde del andén mientras la máquina quemaba fuel suavemente para mantener la presión. Un día tuve el arrojo de sentarme yo mismo en ese borde y me quedé a la altura del bogie delantero, del que no me separaban más de dos metros. La sensación de estar tan cerca de ella con toda tranquilidad mientras escuchaba el ruido característico de los quemadores de fuel, es algo que me llegó muy hondo y creo que nunca olvidaré. 

A dos metros del bogie escuchando los quemadores...

A veces era todavía más divertido. Al mando de la variopinta composición, que esa no cambiaba, aparecía una pizpireta “compound” ex MZA serie 651 a 680 e integrante en RENFE de la 230-4001 a 4030. Tenía una forma de rodar muy ágil y garbosa y un pitido mucho más agudo que el de las RENFE. Era un placer verla evolucionar en la maniobra y más si se reparaba en el letrero que junto al dibujo de una especie de centella llevaba escrito en la trasera del techo de la cabina: ¡“El cohete”!

 

Una de las locomotoras de la serie 651 a 680 de MZA.. Probablemente ella, o una de sus “hermanas” sería “El Cohete” (Archivo Histórico Ferroviario del Museo del Ferrocarril de Madrid. Autor: Juan B. Cabrera)

A todo esto ya se habían hecho las ocho y media: el jefe de estación se iba a su despacho y poco después solía sonar un  timbre. Era el aviso de que el semidirecto salía de Villarrubia y en unos veinte minutos estaría en Santa Cruz. El jefe tocaba la campanilla anunciando la próxima llegada, al tiempo que el guardagujas montaba en su bicicleta y se iba hacia las agujas para colocarlas en vía desviada, de forma que el tren entrara por el andén principal. Mientras tanto yo miraba insistentemente a mi derecha para intentar ver allá a lo lejos, antes que nadie, el foco de la Mikado cuando diera la curva para enfilar directamente hacia la estación. En el otro andén, si era el “zaragoza” el que había venido, el automotorista ponía en marcha el motor o si era una de las vaporosas, el fogonero avivaba el fuego.

Entraba ya la Mikado, lenta y solemne, con su retumbar de hierros y sus chorros de vapor al tiempo que un rojo incandescente iluminaba la parte baja de su hogar. Rechinaban los frenos y el tren se detenía. Durante unos segundos todo eran carreras, voces y señales por el andén; el jefe de estación observaba cuidadosamente a unos y otros pero en seguida tomaba de nuevo gorra y banderín enrollado en mano y se dirigía lentamente hacia la locomotora. Allí saludaba al maquinista e intercambiaban algunas palabras sin dejar de observar cómo, poco a poco, el andén se iba despejando. 

Tras el sonido del silbato, el semidirecto se desperezaba de nuevo y abandonaba la estación entre pitidos, resoplidos y patinazos de la locomotora. Yo veía como el tren se sumía en la oscuridad y me parecía algo arcano y mágico ese camino en la noche hacia una mítica Cuenca, adonde llegaría casi en la madrugada. Pero, en seguida, dirigía mi atención hacia el gorrinillo, donde el automotorista, muchas veces casi en solitario, encendía el foco al tiempo que se despedía del jefe de estación y salía un poco como en desamparo –o al menos eso me parecía a mí- hacia Villacañas. Con su sonido lejano en mis oídos, escuchando su cambio de marchas, yo colocaba “la dinamo” sobre la rueda de mi bici y, alumbrado por la luz mortecina y titilante de su pequeño faro, comenzaba a pedalear hacia casa. Todavía adelantaba a Luis, el sempiterno Luis, que, cansado pero servicial, seguía atendiendo a sus parroquianos mientras empujaba su carricoche con garbo. Llevaba seguramente en él múltiples ilusiones y deseos: una película del oeste para el cine del tío Boni, una medicina urgente o unas cremalleras especiales compradas en Pontejos...

Había caído ya la noche mientras yo imaginaba que, quizás, en la oscuridad, el milagro surgía y el pequeño “zaragoza” se transmutaba en un imponente Renault ABJ. No costaba nada soñar y uno era todavía más feliz.


domingo, 6 de octubre de 2024

Recuerdos del tren (XI): El gorrinillo se retrasa

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EL “GORRINILLO” SE RETRASA


Sin embargo, a veces, el revisor del semidirecto no estaba junto al jefe de estación, ni vigilando la subida de los viajeros, sino que a través del balconcillo de uno de los “costa” o del pequeño vestíbulo del “verderón”, y cruzando con cuidado la vía directa, se colocaba en el segundo andén y oteaba el horizonte junto con algunos otros viajeros que se habían bajado impacientes. Si yo estaba en el tren, porque ese día iba de viaje, observaba la situación desde la ventanilla sin perder detalle ya que, por supuesto, mis padres no me dejaban bajarme como hubiera deseado para ser otro de los expectantes en el andén. Y si no viajaba, me tenía que quedar en el andén principal pero acercándome todo lo posible a la Mikado, oteando también el horizonte…pero sin quitar ojo a las interesantísimas tareas que pudieran estar haciendo maquinista y fogonero.

Y entonces, de pronto, se escuchaba a lo lejos un  pitido agudo,  apresurado, quizás un punto avergonzado. Al fin llegaba el gorrinillo. El gorrinillo era un pequeño automotor tipo “zaragoza”, uno de aquellos diecisiete que había construido en los años treinta, bajo licencia alemana, la factoría zaragozana de Cardé y Escoriaza y que tanto juego dieron en las vías españolas de débil tráfico. El apodo –que años después me enteré que estaba algo más generalizado de lo que pensaba- le venía de sus dos motores en voladizo que recordaban vagamente la apariencia la cabeza de un cerdo o “gorrino”. Supongo que en aquellos finales de los cincuenta y principios de los sesenta debían estar dos o tres de ellos asignados al depósito de Alcázar, dedicados a cubrir servicios en pequeñas líneas manchegas como la de Cinco Casas a Tomelloso o ésta de Villacañas a Santa Cruz.

Un “gorrinillo” en uno de sus típicos recorridos rurales por la España interior (acuarela de Martínez Mendoza)

Pues bien, este gorrinillo cubría dos veces al día, en  trayecto de ida y vuelta, el recorrido entre Villacañas y Santa Cruz. Según el horario oficial, el bueno del gorrinillo debía de llegar un poco antes que el semidirecto con el que tenía que enlazar, pero no eran pocas las veces que, bien por alifafes del viejo automotor, o por retrasos en su trayecto por Lillo, Corral de Almaguer y Villatobas, llegaba cuando aquel ya estaba en Santa Cruz. Su aparición tardía  era algo que preocupaba a todos y a veces hasta soliviantaba a algunos. La razón, aparte del retraso en sí mismo, era que, según los horarios oficiales, el semidirecto debía cruzarse en Villarrubia con el primer Talgo  Madrid-Valencia. Sin embargo, la cosa andaba tan justa, tan justa, que a poco que se retrasara el semidirecto –poco probable-, o bien lo hiciera el gorrinillo –bastante más probable-, el cruce con el Talgo había que hacerlo en Santa Cruz, lo que suponía un retraso de casi media hora… salvo que la Mikado fuera después capaz de recuperar algo. De una forma u otra, la llegada a Madrid también se retrasaba o incluso el enlace en Aranjuez con el tren “turista”, que iba de Madrid a Toledo, se ponía complicado. De ahí el enfado que suscitaba entre los viajeros el retraso del viejo “zaragoza”, el oteo continuo del horizonte hasta verle aparecer, o el aspecto compungido de los viajeros que en él llegaban, mientras esperaban que bajaran rápidamente sus bultos de la baca, colaborando incluso ellos mismos, y sintiéndose blanco de las miradas de los arrogantes viajeros del semidirecto.

Pero tal circunstancia se convertía ya en un espectáculo de excepción para alguien que amara los trenes, cuando al final aparecía el Talgo. En la vía del andén principal estaba el semidirecto con la Mikado a la cabeza haciendo vapor y resoplando como un animal enjaulado; por la vía directa, imponente, plateado y ligero, pasaba raudo el Talgo, haciendo sonar su majestuosa sirena – para mí uno de los más hermosos sonidos del ferrocarril español, si no el que más- mientras que al otro lado del andén secundario descansaba el humilde gorrinillo recuperándose de su ajetreada carrera. ¡Qué hubiera dado yo por haber podido hacer una foto de ambos –o incluso de los tres si hubiera podido también incluir a la Mikado- en su fugaz cita!


Los protagonistas de aquellas mañanas míticas en la estación de Santa Cruz. Quizás algunos días coincidieron todos allí. Desde luego, la "Virgen de Aránzazu" y la 141-2355 sí lo hicieron

Ya se alejaba presuroso el Talgo hacia Tarancón, y, tras el silbido del jefe de estación, arrancaba patinando, resoplando y chirriando la Mikado con su tren hacia Villarrubia, dispuesta a recuperar el tiempo que pudiera. Mientras tanto,  el pequeño automotor, ahora ya con toda tranquilidad y con su otro motor en marcha, esperaba el fin de la charla entre su conductor y el jefe de la estación que iba a darle la salida en su retorno hacia Villacañas. Sonaba el pitido del jefe y bramaba, ahora toda airosa e intrépida, la bocina del automotor. El motorista metía la primera velocidad y el motor rugía mientras aceleraba.  Después la segunda…y luego quizás, allá a lo lejos, ya casi dando la curva hacia la izquierda, la tercera. Tras la algarabía la estación se quedaba ya toda en silencio. Si yo no había viajado, pedaleaba en mi bici hacia casa. Sabía que por la noche, hacia las nueve, el semidirecto y el “zaragoza” tendrían otra cita, aunque en esa ocasión, ya más tranquila. Si podía, también estaría en ella.