domingo, 27 de octubre de 2024
Recuerdos del tren (XIV): Inundaciones
domingo, 20 de octubre de 2024
Recuerdos del tren (XIII).- La solitaria dama del correo de Valencia
sábado, 12 de octubre de 2024
Recuerdos del tren (XII): La cita vespertina
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LA CITA VESPERTINA
El servicio vespertino del “zaragoza” era mucho más tranquilo. Llegaba a Santa Cruz algo después de las ocho de la tarde y esperaba hasta las nueve, hora aproximada de llegada del semidirecto Madrid-Cuenca. Ahora venía con más tiempo y se le notaba tranquilo, sintiéndose protagonista. Tras estacionarse y apearse los pocos viajeros que venían en él, el conductor del automotor –el automotorista o motorista se le llamaba- bajaba a estirar las piernas por el segundo andén y a veces se sentaba al borde del mismo acompañado en animada conversación por el jefe de estación, el guardagujas y alguna otra persona. Los recuerdo frente a mí; yo los observaba fijamente y me moría de ganas por saber de que hablaban, imaginando que compartían grandes secretos sobre locomotoras y automotores… aunque probablemente su conversación estaría más centrada en el fútbol o en los sueldos de RENFE.
A veces había sorpresa y no era el “zaragoza” el que aparecía. Supongo que, en cada momento, bien por averías o mantenimientos, el depósito de Alcázar utilizaba para ese servicio de tan pocos requerimientos el vehículo o composición que más le convenía. De este modo, y aunque creo que alguna vez apareció un automotor Ganz de bogies, era relativamente normal que llegara una vaporosa “RENFE” 240 arrastrando una curiosa composición formada por un furgón, un coche de ejes de procedencia Norte, otro pequeño coche de madera también de ejes de claro origen MZA y un segundo furgón. A mí me encantaba esa novedad porque suponía un espectáculo la maniobra para colocar a la locomotora de nuevo en cabeza del tren, preparada para el viaje de vuelta, y probablemente con el tender por delante. Una vez en esa situación, también maquinista y fogonero podían sentarse tranquilamente al fresco en el borde del andén mientras la máquina quemaba fuel suavemente para mantener la presión. Un día tuve el arrojo de sentarme yo mismo en ese borde y me quedé a la altura del bogie delantero, del que no me separaban más de dos metros. La sensación de estar tan cerca de ella con toda tranquilidad mientras escuchaba el ruido característico de los quemadores de fuel, es algo que me llegó muy hondo y creo que nunca olvidaré.
A veces era todavía más divertido. Al mando de la variopinta composición, que esa no cambiaba, aparecía una pizpireta “compound” ex MZA serie 651 a 680 e integrante en RENFE de la 230-4001 a 4030. Tenía una forma de rodar muy ágil y garbosa y un pitido mucho más agudo que el de las RENFE. Era un placer verla evolucionar en la maniobra y más si se reparaba en el letrero que junto al dibujo de una especie de centella llevaba escrito en la trasera del techo de la cabina: ¡“El cohete”!
Una de las locomotoras de la serie 651 a 680 de MZA.. Probablemente ella, o una de sus “hermanas” sería “El Cohete” (Archivo Histórico Ferroviario del Museo del Ferrocarril de Madrid. Autor: Juan B. Cabrera)
A todo esto ya se habían hecho las ocho y media: el jefe de estación se iba a su despacho y poco después solía sonar un timbre. Era el aviso de que el semidirecto salía de Villarrubia y en unos veinte minutos estaría en Santa Cruz. El jefe tocaba la campanilla anunciando la próxima llegada, al tiempo que el guardagujas montaba en su bicicleta y se iba hacia las agujas para colocarlas en vía desviada, de forma que el tren entrara por el andén principal. Mientras tanto yo miraba insistentemente a mi derecha para intentar ver allá a lo lejos, antes que nadie, el foco de la Mikado cuando diera la curva para enfilar directamente hacia la estación. En el otro andén, si era el “zaragoza” el que había venido, el automotorista ponía en marcha el motor o si era una de las vaporosas, el fogonero avivaba el fuego.
Entraba ya la Mikado, lenta y solemne, con su retumbar de hierros y sus chorros de vapor al tiempo que un rojo incandescente iluminaba la parte baja de su hogar. Rechinaban los frenos y el tren se detenía. Durante unos segundos todo eran carreras, voces y señales por el andén; el jefe de estación observaba cuidadosamente a unos y otros pero en seguida tomaba de nuevo gorra y banderín enrollado en mano y se dirigía lentamente hacia la locomotora. Allí saludaba al maquinista e intercambiaban algunas palabras sin dejar de observar cómo, poco a poco, el andén se iba despejando.
Tras el sonido del silbato, el semidirecto se desperezaba de nuevo y abandonaba la estación entre pitidos, resoplidos y patinazos de la locomotora. Yo veía como el tren se sumía en la oscuridad y me parecía algo arcano y mágico ese camino en la noche hacia una mítica Cuenca, adonde llegaría casi en la madrugada. Pero, en seguida, dirigía mi atención hacia el gorrinillo, donde el automotorista, muchas veces casi en solitario, encendía el foco al tiempo que se despedía del jefe de estación y salía un poco como en desamparo –o al menos eso me parecía a mí- hacia Villacañas. Con su sonido lejano en mis oídos, escuchando su cambio de marchas, yo colocaba “la dinamo” sobre la rueda de mi bici y, alumbrado por la luz mortecina y titilante de su pequeño faro, comenzaba a pedalear hacia casa. Todavía adelantaba a Luis, el sempiterno Luis, que, cansado pero servicial, seguía atendiendo a sus parroquianos mientras empujaba su carricoche con garbo. Llevaba seguramente en él múltiples ilusiones y deseos: una película del oeste para el cine del tío Boni, una medicina urgente o unas cremalleras especiales compradas en Pontejos...
Había caído ya la noche mientras yo imaginaba que, quizás, en la oscuridad, el milagro surgía y el pequeño “zaragoza” se transmutaba en un imponente Renault ABJ. No costaba nada soñar y uno era todavía más feliz.
domingo, 6 de octubre de 2024
Recuerdos del tren (XI): El gorrinillo se retrasa
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EL “GORRINILLO” SE RETRASA
Sin embargo, a veces, el revisor del semidirecto no estaba junto al jefe de estación, ni vigilando la subida de los viajeros, sino que a través del balconcillo de uno de los “costa” o del pequeño vestíbulo del “verderón”, y cruzando con cuidado la vía directa, se colocaba en el segundo andén y oteaba el horizonte junto con algunos otros viajeros que se habían bajado impacientes. Si yo estaba en el tren, porque ese día iba de viaje, observaba la situación desde la ventanilla sin perder detalle ya que, por supuesto, mis padres no me dejaban bajarme como hubiera deseado para ser otro de los expectantes en el andén. Y si no viajaba, me tenía que quedar en el andén principal pero acercándome todo lo posible a la Mikado, oteando también el horizonte…pero sin quitar ojo a las interesantísimas tareas que pudieran estar haciendo maquinista y fogonero.
Y entonces, de pronto, se escuchaba a lo lejos un pitido agudo, apresurado, quizás un punto avergonzado. Al fin llegaba el gorrinillo. El gorrinillo era un pequeño automotor tipo “zaragoza”, uno de aquellos diecisiete que había construido en los años treinta, bajo licencia alemana, la factoría zaragozana de Cardé y Escoriaza y que tanto juego dieron en las vías españolas de débil tráfico. El apodo –que años después me enteré que estaba algo más generalizado de lo que pensaba- le venía de sus dos motores en voladizo que recordaban vagamente la apariencia la cabeza de un cerdo o “gorrino”. Supongo que en aquellos finales de los cincuenta y principios de los sesenta debían estar dos o tres de ellos asignados al depósito de Alcázar, dedicados a cubrir servicios en pequeñas líneas manchegas como la de Cinco Casas a Tomelloso o ésta de Villacañas a Santa Cruz.
Un “gorrinillo” en uno de sus típicos recorridos rurales por la España interior (acuarela de Martínez Mendoza)
Pues bien, este gorrinillo cubría dos veces al día, en trayecto de ida y vuelta, el recorrido entre Villacañas y Santa Cruz. Según el horario oficial, el bueno del gorrinillo debía de llegar un poco antes que el semidirecto con el que tenía que enlazar, pero no eran pocas las veces que, bien por alifafes del viejo automotor, o por retrasos en su trayecto por Lillo, Corral de Almaguer y Villatobas, llegaba cuando aquel ya estaba en Santa Cruz. Su aparición tardía era algo que preocupaba a todos y a veces hasta soliviantaba a algunos. La razón, aparte del retraso en sí mismo, era que, según los horarios oficiales, el semidirecto debía cruzarse en Villarrubia con el primer Talgo Madrid-Valencia. Sin embargo, la cosa andaba tan justa, tan justa, que a poco que se retrasara el semidirecto –poco probable-, o bien lo hiciera el gorrinillo –bastante más probable-, el cruce con el Talgo había que hacerlo en Santa Cruz, lo que suponía un retraso de casi media hora… salvo que la Mikado fuera después capaz de recuperar algo. De una forma u otra, la llegada a Madrid también se retrasaba o incluso el enlace en Aranjuez con el tren “turista”, que iba de Madrid a Toledo, se ponía complicado. De ahí el enfado que suscitaba entre los viajeros el retraso del viejo “zaragoza”, el oteo continuo del horizonte hasta verle aparecer, o el aspecto compungido de los viajeros que en él llegaban, mientras esperaban que bajaran rápidamente sus bultos de la baca, colaborando incluso ellos mismos, y sintiéndose blanco de las miradas de los arrogantes viajeros del semidirecto.
Pero tal circunstancia se convertía ya en un espectáculo de excepción para alguien que amara los trenes, cuando al final aparecía el Talgo. En la vía del andén principal estaba el semidirecto con la Mikado a la cabeza haciendo vapor y resoplando como un animal enjaulado; por la vía directa, imponente, plateado y ligero, pasaba raudo el Talgo, haciendo sonar su majestuosa sirena – para mí uno de los más hermosos sonidos del ferrocarril español, si no el que más- mientras que al otro lado del andén secundario descansaba el humilde gorrinillo recuperándose de su ajetreada carrera. ¡Qué hubiera dado yo por haber podido hacer una foto de ambos –o incluso de los tres si hubiera podido también incluir a la Mikado- en su fugaz cita!
Ya se alejaba presuroso el Talgo hacia Tarancón, y, tras el silbido del jefe de estación, arrancaba patinando, resoplando y chirriando la Mikado con su tren hacia Villarrubia, dispuesta a recuperar el tiempo que pudiera. Mientras tanto, el pequeño automotor, ahora ya con toda tranquilidad y con su otro motor en marcha, esperaba el fin de la charla entre su conductor y el jefe de la estación que iba a darle la salida en su retorno hacia Villacañas. Sonaba el pitido del jefe y bramaba, ahora toda airosa e intrépida, la bocina del automotor. El motorista metía la primera velocidad y el motor rugía mientras aceleraba. Después la segunda…y luego quizás, allá a lo lejos, ya casi dando la curva hacia la izquierda, la tercera. Tras la algarabía la estación se quedaba ya toda en silencio. Si yo no había viajado, pedaleaba en mi bici hacia casa. Sabía que por la noche, hacia las nueve, el semidirecto y el “zaragoza” tendrían otra cita, aunque en esa ocasión, ya más tranquila. Si podía, también estaría en ella.