domingo, 20 de octubre de 2024

Recuerdos del tren (XIII).- La solitaria dama del correo de Valencia



Hay imágenes que solo duran algunos segundos pero, sin que uno sepa exactamente la razón, se quedan para toda la vida. Algo así fue lo que me pasó con aquella visión fugaz de una anónima y solitaria viajera del correo de Madrid a Valencia.

Hacia las diez y media de la mañana, cuando el gorrinillo debería haber llegado ya a Villacañas y el semidirecto estaría casi entrando en Atocha, iban apareciendo por la estación de Santa Cruz viajeros para el correo Madrid – Valencia por Cuenca, que llegaba a las once menos cuarto. Salía este tren de Madrid hacia las nueve de la mañana y llegaba a su destino hacia las siete o siete y media de la tarde. El cruce con el correo “descendente” Valencia – Madrid, se hacía en Cuenca o probablemente en alguna estación un poco más allá, quizás en Los Palancares o en Carboneras.  Pero, en cualquier caso, uno y otro, se detenían en Cuenca sus buenos veinte o veinticinco minutos para que los viajeros pudieran comer rápidamente en la fonda o bien comprar bocadillos y bebidas. La locomotora titular de este tren siempre era una Mikado de las últimas series que llevaba al tren hasta Utiel donde solía ser relevada por una pareja de antiguas “mallets”. Los vagones eran normalmente “verderones”; a veces se intercalaba algún “costa”, pero no era lo normal. Lo que sí me pareció ver de vez en cuando fueron algunos coches de las series “cinco mil” o “seis mil”. De este modo, la composición normal del correo estaba formada por un furgón de equipajes, un furgón de correos, tres o cuatro “verderones” de tercera clase y otro “verderón” –o en su caso, como apuntaba antes, algún “cincomil”- mixto de primera y tercera o bien simplemente de primera. A veces este tren arrastraba al final un vagón cerrado de mercancías sin que yo supiera nunca a ciencia cierta cuál era su cometido concreto.

El correo de Valencia era un tren “serio” y llegaba casi siempre con extraordinaria puntualidad, entrando en la estación  con aspecto grave y circunspecto. Era una sensación muy distinta a la del tren de las nueve que había partido un par de horas antes para Madrid. En el caso de aquel todo era bullicio y familiaridad en la estación y los vagones eran hervideros de gente conocida y comunicativa. No era así en el caso del correo donde los viajeros eran muy distintos. Se trataba en buena medida de gente de ciudad que se trasladaba a Cuenca o Valencia, y los rostros que se asomaban a las ventanillas, con una mezcla de curiosidad y displicencia, eran muy distintos a los del resto de los trenes que pasaban por Santa Cruz. 

Veía pasar a esas personas por delante una vez que el tren ya había arrancado y yo seguía situado en mi ubicación favorita, en el punto donde paraban las locomotoras; de este modo, cuando llegaban allí, los vagones pasaban ya con una cierta velocidad. Fue por tanto una visión rápida y fugaz: asomada a una ventanilla amplia –deduzco por tanto que se trataba de un “cinco mil” de primera clase- aparecía una mujer solitaria, de mediana edad, bien vestida y con un rostro tranquilo y sereno, si bien me pareció percibir en él un pequeño punto de tristeza o de nostalgia o, al menos, esa fue mi sensación. Había en ella una mirada como la de alguien que explora fuera de su territorio a la búsqueda o al encuentro de algo o de alguien, un encuentro que quizás podría ocurrir unas horas después en Cuenca o en Valencia.

Algo así  dibujó Carlos Tauler en la portada del número 75 de Vía Libre en 1970

...Aunque de espaldas, esta es la imagen más cercana a lo que contemplé....

Creo que ella también se fijó en mí y pienso sí se preguntaría quien sería aquel chaval de la bici y qué estaría haciendo allí. En cualquier caso, aquella fugaz imagen se me quedó grabada y durante muchos años todavía me preguntaba sí ella habría encontrado lo que andaba buscando, y si mi imagen, también fugaz, la despertó alguna sensación. 

Y así lo interpretó una inteligencia artificial cuando le conté esta vivencia...

En cualquier caso esa visión era como el símbolo de un misterio que nunca descifraría porque, probablemente, tal como fue, ya fue completa en sí misma al dejar como regalo una mirada de respeto, cercanía y acogida. Todos los encuentros, duren una vida o solo un segundo, tienen un sentido.




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