domingo, 29 de diciembre de 2024

Recuerdos del tren (XXIII): Mi amigo el Ganz

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MI AMIGO EL GANZ

En 1935 la Compañía del Norte encargó seis automotores térmicos de bogies a la factoría Ganz de Budapest. Fueron recibidos en 1937 y matriculados como WMD 201 a 206. Más tarde, RENFE los englobó en la serie 9200 con los números 9209 a 9214. En vez de un perfil “aerodinámico” como podía ser el de las littorinas o los Renault ABJs, los Ganz tenían una apariencia elegante y apacible, una imagen que a mí me resultaba atractiva y acogedora. 


La tranquila apariencia de un Ganz (cortesía CLH)

Trabajaron fundamentalmente por Levante y Murcia y creo que, al menos durante bastantes años, algunos tenían su base en Águilas. Cubrieron algunos servicios tan míticos como el Granada-Murcia, o incluso Valencia-Barcelona. Hicieron servicios entre Madrid y Valencia, Valencia y Cuenca y, probablemente, entre Cuenca y Tarancón. A mediados de los sesenta se ocuparon de un efímero servicio Cuenca-Toledo y tengo también la sensación de que alguna vez sustituyeron a los automotores "zaragoza" en la línea de Villacañas-Santa Cruz de la Zarza, pero no podría asegurarlo.

Un Ganz fotografiado en la estación conquense de Vellisca probablemente en los años cincuenta (Karl Wyrsch/Archivo Histórico Ferroviario del Museo del Ferrocarril de Madrid)

Tuve la suerte de viajar en los Ganz. Mis desplazamientos en ellos tuvieron lugar a mediados de los sesenta cuando durante un tiempo cubrieron ese servicio directo Cuenca-Toledo al que antes me refería; un servicio que yo utilicé durante uno o dos cursos los domingos por la tarde para volver a Toledo desde Santa Cruz tras el fin de semana.  Creo que el automotor salía de Cuenca sobre las siete de la tarde, hacía en Santa Cruz el cruce con el semidirecto Madrid-Cuenca y llegaba a Toledo poco después de las diez y media de la noche. En sentido contrario arrancaba de Toledo sobre las seis y diez de la mañana para llegar a Cuenca poco antes de las  diez. Un curioso servicio que a mí me encantaba, pero que no creo que fuera de mucha utilidad pública porque duró poco. Luego se intentó, también de forma muy efímera, con un TER, e incluso -hace muy pocos años- hasta con una composición AVE que cubría la relación Toledo-Madrid-Cuenca-Albacete y, que si cabe, fue aún más efímera ya que respondía a intereses más políticos que comerciales.    

A aquellas alturas de su vida, ya con 30 años, los Ganz andaban un poco achacosos. Recuerdo algunas incidencias tales como las dificultades surgidas una noche entre Aranjuez y Toledo para embragar las velocidades, ya que tenían transmisión mecánica.  Y también, no sé si esa misma noche u otra, cuando por alguna rotura nos entraba a los viajeros humo del escape por los conductos de la calefacción.

Pero quizás, el recuerdo más íntimo y entrañable que tengo con un Ganz fue cuando viajé en la madrugada de un domingo desde Toledo a Santa Cruz. Me levanté sobre las cuatro y media porque a las seis menos cuarto salía de Zocodover un autobús para la estación y desde casa de mi familia hasta allí tenía que caminar durante unos veinte minutos. La primera gran impresión fue llegar a Zocodover y ver que no había absolutamente nadie. Toda la famosa plaza era para mí solo hasta que a los cinco o diez minutos apareció el autobús “Pérez Díaz” para la estación. Cuando llegué vi que el Ganz ya estaba en marcha y con las luces encendidas. Tras sacar el billete en aquella hermosa estación que tan bien conocía, subí al automotor que estaba completamente vacío. Pensé que, como aún quedaban diez minutos hasta la salida, todavía llegaría algún viajero. No fue así, el Ganz arrancó siendo yo el único pasajero. No puedo describir la sensación que sentí al tener al automotor solo para mí, una experiencia que duró unos cuarenta o cuarenta y cinco minutos hasta que en Aranjuez subieron algunos viajeros más. Desde aquella madrugada sentí siempre una  cercanía especial con estos automotores. 

Almendricos, abril de 1976 (Josep M. Solé)

Varios años después, a finales de los setenta, me volví a encontrar con un miembro de la familia: el Ganz 9212, en la estación de Príncipe Pío, junto con otro material destinado al entonces futuro Museo del Ferrocarril. Al menos aparentemente, se encontraba en buen estado tal como demuestran las fotos que tuve ocasión de tomarle. Me alegré de que, al menos uno de ellos, fuera preservado. 


Uno de mis amigos Ganz, el 9209, todavía en estado muy presentable, en Príncipe Pío.

Pero mi alegría fue decayendo. En unas jornadas de puertas abiertas, quizás a finales de los noventa, pude ver al 9212 en el cobertizo exterior del Museo de Delicias esperando su restauración junto con una littorina y algunos otros vehículos; su estado era todavía aceptable. Sin embargo, en sucesivas visitas al exterior de ese cobertizo, fui siendo testigo de su degradación progresiva: pintadas, roturas de cristales y hasta signos de un posible incendio en su interior. Todo ello me hizo pensar que su recuperación podría ser ya labor imposible

Pasan los años y el pobre Ganz ya se cae a trozos. La "Bonita" y el Renault ABJ que estaban junto a él han tuvieron más suerte y se  fueron a Mora la Nova para ser recuperados poco a poco. Pero nuestro automotor, junto con otras cinco o seis piezas valiosísimas, siguen ahí a merced de todo tipo de inclemencias si bien que tapados con toldos. Quiero pensar que con la profunda renovación que se pretende hacer en el Museo de Delicias, la littorina y el Ganz encontrarán su sitio, serán restaurados, al menos estéticamente, y podrán seguir luciendo aquellos estilos de los años treinta y cuarenta tan distintos pero tan sugerentes. Y de este modo podré seguir visitando a mi amigo el Ganz.  

NOTA: Ahora ya en 2024, catorce años después de esta imagen, creo que el Ganz es  ya absolutamente irrecuperable.

 Una mayor información sobre esta serie puede encontrarse en esta entrada de mi blog "Trenes y tiempos"






domingo, 22 de diciembre de 2024

Recuerdos del tren (XXII): Trenes en la noche

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TRENES EN LA NOCHE


Es curioso como hay imágenes o sensaciones que quedan marcadas para siempre, tengan o no a priori un significado específico para la persona que las experimenta. Y, sin embargo hay otras, en principio más importantes o significativas, que quedan enterradas en lo profundo de la memoria. Y quedan allí para siempre, salvo que otra sensación o acontecimiento las haga emerger. Algo así me ha pasado con algunas que sentí en los pocos viajes largos que hice con mis padres y hermana, a los que me refería en el capítulo anterior, y que ahora salen de nuevo a la luz.

Debió ser hacia 1961 o 1962 cuando mis padres decidieron que era el momento de que conociéramos el mar y eligieron ir a Cantabria, y más concretamente a Suances, cerca de Torrelavega. Tomamos en la estación del Norte de Madrid el expreso de Santander, y como cabe suponer sentía una emoción especial al hacer mi primer viaje nocturno con todo lo que ello implicaba. No recuerdo haber podido ver la locomotora; supongo que sería una “7500” o en su caso una “7400” pero imagino que mis padres no estaban como para hacer en ese momento una excursión conmigo hasta la cabeza del tren…Lo que sí me impresionó mucho fue el departamento de segunda clase en que viajaríamos: los mullidos asientos con tapicería en verde y reposabrazos, luz fluorescente, fotos de paisajes sobre los asientos y puertas correderas. 

Una 7500 en cabeza de un expreso procedente del norte y recién llegado a Madrid-Príncipe Pío (autor desconocido/cortesía J.A. Méndez Marcos)

No recuerdo mucho de aquella noche, pero sí el interés que tenía por ver una estación en plena Tierra de Campos con un nombre que cuando lo leí en la guía se me quedó muy grabado: Las Cabañas de Castilla. Sabía que pasaríamos por allí hacia la madrugada y me hacía ilusión verla aunque lo haríamos a toda velocidad. Estuve casi toda la noche despierto y me asomé a la ventanilla del pasillo cuando supuse que era el momento adecuado…pero, lógicamente, con la velocidad y la oscuridad de la noche no vi nada. ¿Qué magia, que significado había detrás de ese nombre para que me llamara tanto la atención? Nunca lo sabré, pero sí sé que me resultó doloroso cuando hace poco tiempo vi en una foto la degradada situación en que ahora se encuentra esa estación. 

La situación actual de la estación de Las Cabañas de Castilla (Pablo Gadea)

La segunda gran impresión de ese viaje tuvo lugar muy poco rato después. Ya amanecía cuando paramos en Alar del Rey, cabecera del Canal de Castilla. Estaba medio dormido cuando por la ventanilla vi pasar lentamente el morro verde de una locomotora que no conocía. Me quedé impresionado; yo no sabía que era una “7700” que se iba a poner en cabeza de nuestro tren para llevarlo hasta Santander, sustituyendo a la vaporosa –que lástima no saber cuál fue- con la que habíamos viajado desde Segovia.  Pero en seguida recordé como había visto ya antes su imagen en los carteles de la Oficina Central de RENFE en la calle de Alcalá, cuando acompañaba a mi padre a comprar el kilométrico…y sentí una gran alegría de poderla contemplar en la realidad.


El impresionante frontal de una “7700”

Tras unos pocos días por Torrelavega y su comarca, tomamos de nuevo el expreso de vuelta a Madrid. Y ya, en la amanecida del viaje de vuelta, sin despegarme de la ventanilla para intentar ver el paso por el río Voltoya –otro nombre que al preparar el viaje me había llamado la atención-, se me quedó grabado al leer el de otro pueblo, en este caso, segoviano, cuando pasamos a toda velocidad por su estación: Santa María la Real de Nieva…

Algún año después viajamos en el expreso Madrid-Algeciras para a continuación pasar en el transbordador a Ceuta. Tengo la sensación de que lo tomamos en Aranjuez y sí me fijé en el típico cascabeleo de la “7600” que nos llevaría hasta Córdoba. Esta vez no pensaba en ninguna estación en particular pero recuerdo con toda claridad como al abrir la ventanilla en la madrugada sentí por primera vez el olor a almazara que desde aquel momento ya siempre identifiqué con Andalucía. Y también la impresión que me causó poco después el cuadro hecho de azulejos que pude ver en la estación de Andújar. Representaba a la Virgen de la Cabeza, patrona de aquella comarca, y tenía bajo ella un texto que ponía algo así como “Caminante, la Virgen de la Cabeza te bendice y te invita a visitar su real santuario en Sierra Morena”. Después, ya de día, bajando de Ronda hacia Algeciras me sorprendían aquellos nombres: Parchite, Setenil…Luego, más asombros: el puerto de Algeciras, la visión de Gibraltar…el barco “Virgen de África”, el mar…

Es verdad que de aquellos viajes no me quedaron en general recuerdos estrictamente ferroviarios, pero sí muy unidos a esas sensaciones y vivencias que solo pueden experimentarse en los  trenes nocturnos. Su supresión no solo ha supuesto la pérdida de un modo de viaje útil y asequible para buena parte de la población, sino también la desaparición de un escenario donde tantas cosas, a veces misteriosas y un punto mágicas, eran posibles.

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Sobre las 7500:

https://trenesytiempos.blogspot.com/2018/01/las-tracciones-termica-y-electrica-en_40.html

Y sobre las 7700:

https://trenesytiempos.blogspot.com/2018/03/las-tracciones-termica-y-electrica-en_14.html

domingo, 15 de diciembre de 2024

Recuerdos del tren (XXI): A por el kilométrico

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 A POR EL KILOMÉTRICO


En aquellos primeros sesenta las economías no daban para muchos viajes familiares “largos” en tren, salvo que surgiera alguna ocasión especial que animara a los padres a hacerlos. En mi caso, fueron dos esas ocasiones: cuando nos llevaron a mi hermana y a mí a ver el mar por primera vez y cuando decidieron que fuéramos los cuatro a visitar a unos tíos que vivían en Ceuta.

Pero, antes de iniciar un viaje de ese tipo, era conveniente llevar a cabo toda una “liturgia” que permitía sacar los billetes con antelación y comodidad abaratando costes y, además, reservar plazas. Todo ello quedaba englobado en el concepto “sacar el kilométrico” y ello conllevaba un viaje previo a Madrid, a la oficina de viajes de RENFE que durante muchos años estuvo en la calle de Alcalá, muy cerca de la plaza de Cibeles. Mi padre me llevó con él alguna vez y a mí me maravillaban los grandes carteles de los escaparates y del interior donde aparecían locomotoras que yo no conocía.



Sacar el “kilométrico” consistía en comprar un número determinado de kilómetros a recorrer en primera o segunda clase, a utilizar por varias personas que tenían que estar registradas en el mismo, y dentro de un plazo determinado de tiempo. Naturalmente ello llevaba un descuento y un ahorro que podía ser significativo si se comparaba con la compra suelta de los mismos billetes. 

Para adquirirlo, en el caso de ser utilizado por una familia, había que llevar el “libro de familia” y una foto reciente de las personas que iban a utilizarlo; por tanto, un paso previo era visitar al fotógrafo del pueblo para que nos la hiciera. Además, convenía hacer un cálculo de los kilómetros totales que se iban a consumir porque había kilométricos con distintas cantidades. Normalmente se compraban algunos cientos de más por si surgía cualquier incidencia y si no se gastaban del todo en el viaje “largo” todavía solía quedar un tiempo disponible para gastar ese exceso en viajes más cortos. 

Físicamente el kilométrico era una especie de librito alargado con pastas duras, creo que de color marrón, verde o azul oscuro, y con el título “Billete kilométrico RENFE” en letras doradas. En las primeras páginas se colocaba la foto y los datos de los titulares y venían detalladas las condiciones de utilización. Después aparecían bastantes páginas subdivididas en pequeños rectangulitos que reflejaban intervalos de kilómetros de cinco en cinco y en sentido creciente. En otras páginas había unos recuadros en los que se apuntaba la fecha de los viajes y las estaciones de salida y de llegada. Una vez adquirido y solicitados los billetes para el viaje, el empleado de RENFE cortaba los correspondientes cupones, entregaba los billetes y efectuaba anotaciones en los lugares que correspondiera del citado kilométrico.

Portada de un “billete kilométrico”

Cuestión aparte era la reserva de asiento. No era obligatorio hacerla y además tenía un costo aparte del propio del billete, pero era muy conveniente porque podía darse el caso de que al llegar al tren estuvieran todas las plazas reservadas u ocupadas y tener que viajar de pie si el revisor te lo permitía. Las reservas eran unos pequeños y muy ligeros papelitos donde el despachador apuntaba el coche y el número de asiento. Y ese papelito debía coincidir con otro que estaría colocado el día del viaje en el pequeño cajetín metálico situado encima de cada plaza. 

En principio todo estaba bien organizado, pero en aquella época sin ordenadores y basando todo en listas de papel y llamadas telefónicas, no era raro que surgiera alguna equivocación. Podía ocurrir que llegaras a la plaza asignada y estuviera ya ocupada porque no había ningún papelito de reserva, o también podía resultar que la plaza estuviera asignada a dos viajeros distintos. Para gestionar bien estas incidencias lo mejor era buscarse un aliado experto y nadie mejor que un mozo de equipajes. 

Cuando llegabas a la estación cargado con todos los bártulos solía haber varios de ellos ofreciendo sus servicios. Si los aceptabas cargaban todos tus pertrechos en su carrito, te pedían los billetes y te conducían a tu tren, coche y asiento. Si no surgía ninguno de los problemas a que antes me refería, colocaban las maletas con mucha soltura en los portaequipajes y quedaban a la espera de la propina al tiempo que te deseaban buen viaje. Y si el problema surgía, se convertían en verdaderos maestros de ceremonias y trataban de resolver una situación que ellos conocían bien. Normalmente lo solucionaban, pero si no podían te llevaban al encuentro del revisor o te indicaban qué hacer cuando llegara. A veces la persona que estaba ocupando el asiento se había equivocado y, en ese caso, los mozos podían ofrecerse a ayudarla en su traslado a la plaza correcta…o a  localizar al revisor. Naturalmente en estos casos obtenían propina doble y doble agradecimiento por la resolución del problema. 

Una vez ya todos instalados solía darse un breve intercambio de frases entre los viajeros del mismo departamento. Si el viaje era nocturno interesaba saber los destinos de unos y otros para saber qué noche podías tener…A todo esto, el tren ya se había puesto en marcha...


domingo, 8 de diciembre de 2024

Recuerdos del tren (XX): Visitando a la familia (y II)

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VISITANDO A LA FAMILIA (II)

Además de a los abuelos, también visitábamos periódicamente a otros miembros de la familia, y casi siempre utilizando total o parcialmente el tren, algo que para mí ya llenaba de sentido e interés el viaje. 

Un lugar relativamente complicado de llegar desde Santa Cruz era el pueblo de Cebolla, situado en la parte occidental de la provincia de Toledo, a medio camino entre Torrijos y Talavera, con una estación compartida con Illán de Vacas y situada a unos tres kilómetros del pueblo. El viaje empezaba a las nueve de la mañana en Santa Cruz yendo con el semidirecto hasta Aranjuez y llegando desde allí a Toledo en “el turista”. Tras visitar y comer con la familia, a media tarde tocaba ir a la plaza de Zocodover para subir allí a un viejo autobús renqueante de la empresa Pérez Díaz con la carrocería pintada en rojo con alguna banda plateada que nos llevaría hasta la estación de Bargas en la línea de Madrid a Cáceres y Portugal. 

Esta empresa “Pérez Díaz” era la que junto con la empresa “Autobuses Alegre”, en este caso con vehículos en azul y amarillo, tenían la concesión para el transporte de viajeros entre Toledo y su estación de ferrocarril. Cuántos y cuántos turistas que llegaban a la imperial ciudad debieron unir a su recuerdo de la magnífica estación de Narciso Clavería con la visión multicolor de estos viejos vehículos cuyos cobradores les llamaban para que montasen en su autobús. Y cuánto les costaba a éstos, plenos de carga, ascender el empinado camino que desde el puente de Alcántara llevaba hasta Zocodover. 

Así eran los autobuses de las empresas "Alegre" y "Pérez Diaz". Unos llevaban motor Chevrolet y otros Barreiros (autor desconocido)

Junto con la concesión del servicio a la estación, la empresa “Pérez Díaz” tenía la del enlace entre Toledo y la estación de Bargas. Supongo que ello empezó después de 1947 cuando una riada del Tajo se llevó por delante el puente de la corta línea ferroviaria entre Toledo y la citada estación bargueña. Una línea que se proyectó en los años veinte para unir la principal de la compañía de Madrid a Cáceres y Portugal (MCP) con la de MZA de Castillejo a Toledo, pero que se inauguró –y lo fue por motivos militares- en 1938. Una primera riada se llevó el puente original en 1941 y la otra ya citada de 1947 volvió a llevarse el metálico provisional que se había instalado en sustitución; a  raíz de ello se suspendió el servicio y ya ni el puente se reparó ni, por tanto, se restauró nunca el tráfico ferroviario.

Pero bueno, tras esta digresión volvamos al achacoso “Pérez Díaz” que, tras remontar la cuesta que separa Bargas de Toledo y atravesar este pueblo, -la patria chica de Faustino García Linares, gran maquinista y jefe de depósito de Atocha a quien tanto debemos y recordamos los aficionados al ferrocarril-,  enfilaba ya la bajada de unos 6 km hasta su estación. Allí esperábamos la llegada de un ómnibus, creo que de Madrid a Talavera, del que me parece recordar que estaba integrado por coches de balconcillos de la antigua Compañía del Norte. Después, el trayecto hasta Cebolla no duraba más de treinta y cinco o cuarenta minutos ¡pero nosotros ya llevábamos unas diez horas de viaje desde Santa Cruz!

La "Linke-Hoffman" 230-2065 (antigua 701 del Oeste) en cabeza de un tren ómnibus de Madrid a Torrijos detenido en la estación de Leganés en 1958.  (J. Wiseman)

Otro viaje familiar que solo hice una vez pero que en principio me ilusionó mucho –tanto como luego me desilusionó- es el que efectué con mi padre para visitar a una tía que pasaba los veranos en Ávila. Me dio una gran alegría cuando me comentó que desde Madrid iríamos a Ávila en un “tren eléctrico”. Para mí, que solo conocía “Mikados”, “1700”, “costas” y “verderones”, aquello constituía un atractivo irresistible y pensaba que ese tren tendría que ser algo muy distinto a lo que conocía.
Aquel día llegamos a Atocha hacia las once de la mañana y no sé si en taxi o en metro nos encaminamos hacia la estación del Norte, cuya imagen, tan distinta a la de Atocha, me impresionó. Tras sacar los billetes salimos al andén principal y vi alguna larga composición con vagones desconocidos entonces para mí, si bien a aquella hora de media mañana la estación tenía poco movimiento. En seguida nos dirigimos hacia un andén lateral que era del que salían unas unidades eléctricas que hacían una especie de servicio de lanzaderas hacia Ávila y Segovia.

 
Unidades eléctricas “trescientas” en la estación madrileña de Príncipe Pío 

Yo no sabía que aquellas unidades se llamaban “las trescientas”, ni que alguien las acabaría llamando “pingüinos”, ni que era la apuesta de RENFE hecha a mediados  de los años cuarenta para dar servicio a las cercanías del norte de Madrid. Pero lo que sí supe desde el principio era que esos trenes no me gustaron nada. Por fuera yo buscaba algo parecido a una locomotora, pero no lo encontraba; solo había una especie de dos cajones sobre bogies pintados en marrón y crema con un pantógrafo arriba y que, además, no hacían ningún ruido ni echaban nada por ningún sitio. Y lo peor fue cuando subimos y contemplé el adusto y poco agraciado interior: bancos de madera, mucho más incómodos que los de los “costa”, ventanillas altas y nada que  me pudiera resultar medianamente atractivo, en fin puro ascetismo ferroviario. Fue una impresión negativa tan fuerte que nunca he logrado recordar nada más de ese viaje. Desde luego, me quedaba con el vapor, el humo, la carbonilla y los cristales bajados completamente de mis mixtos y semidirectos vaporosos. ¡Vaya con los trenes eléctricos!

                            _________________________

Para saber más de las Linke-Hoffman: 

https://trenesytiempos.blogspot.com/2023/12/la-traccion-vapor-en-renfe-cxlvi-las.html

O de las unidades 300:

https://trenesytiempos.blogspot.com/2017/08/las-tracciones-termica-y-electrica-en_23.html

domingo, 1 de diciembre de 2024

Recuerdos del tren (XIX): Visitando a la familia (I)

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VISITANDO  A  LA FAMILIA (I)


No todos los viajes eran a Toledo o Madrid. Dos o tres veces al año íbamos a visitar a mis abuelos maternos o a algunos tíos o tías que no vivían lejos pero que, dadas las regulares comunicaciones de la época, se convertían en largos viajes y casi siempre con transbordos, unas veces de tren a tren y otras entre tren y autobús. 

Mis más antiguos recuerdos de estos viajes son de la época en que mis abuelos maternos vivían en Tembleque, un pueblo de la Mancha toledana, en la carretera general de Andalucía y con estación en la línea de Madrid a Alcázar y Córdoba. En línea recta no distaría de Santa Cruz más de cuarenta kilómetros pero…todavía no teníamos el “seiscientos”. Para desplazarnos había dos posibilidades. Una era tomar el tren de las nueve hasta Aranjuez y allí esperar a algún correo u ómnibus –porque los rápidos no paraban en Tembleque- y llegar allí tras unos treinta o cuarenta minutos de viaje. El problema era que la estación estaba situada a dos o tres kilómetros del pueblo y se hacía necesario que alguien fuera a buscarnos con algún medio de locomoción, normalmente de tracción animal. 

La otra posibilidad, que era la que utilizábamos porque no tenía ese engorro y probablemente era más rápida, consistía en ir en el tren pero solo hasta Ocaña, para tomar allí sobre las diez u once de la mañana unos autobuses que hacían el recorrido Madrid-Consuegra y que eran conocidos popularmente como “las oliveras”, denominación que nunca entendí del todo porque su color, creo recordar, era azul y crema. Las “oliveras” solían venir bastante llenas desde Madrid y a veces había que ir de pie, y siempre con la preocupación de ver cómo se las apañaban aquellos viejos autobuses en la mítica cuesta del Madero, que era la fuerte bajada y luego también fuerte subida para atravesar el valle del arroyo Cedrón, cerca de La Guardia; una zona donde al parecer abundaban las averías mecánicas. Una vez solventado con éxito el obstáculo, en seguida llegábamos a Tembleque, en este caso a las mismas puertas del pueblo. 

Además, esta modalidad del viaje tenía también para mi otro atractivo especial ya que para ir desde la estación de Ocaña a la gasolinera donde paraban “las oliveras”, había que tomar alguno de los dos o tres coches de caballos –casi pequeñas diligencias- que hacían el servicio entre la estación y el pueblo con un ritmo, un traqueteo y un cascabeleo que me encantaban. 

La gasolinera de Ocaña donde tomábamos los autobuses "las Oliveras" para ir a Tembleque. Delante, por la "carretera de Andalucía coches de la época: Un Seat "seiscientos", un Renault Dauphine y un Citroen "dos caballos". (Autor desconocido)

Pero mis abuelos no se estaban quietos. Vivian con una tía mía, maestra nacional, y la acompañaban en sus cambios de destino. Y ese siguiente destino al que tocaba viajar era a la Villa de Don Fadrique, otro pueblo toledano, tampoco lejos de Santa Cruz, pero que requería un desplazamiento distinto, esta vez mucho más ferroviario; una verdadera delicia para un amante del tren.

Tocaba ahora, por tanto, viajar en el ya conocido “gorrinillo” o “zaragoza” desde Santa Cruz hasta Villacañas. Éste era por dentro como un pequeño autobús con tres o cuatro filas de asientos enfrentados tres a tres y dos a dos. Desde ellos se veía perfectamente al automotorista sentado en una especie de butaca que a mí siempre me dio la impresión de que era muy baja, de modo que las ventanillas frontales quedaban a su vez más bien altas y el conductor debía forzar un poco su visión para ver adecuadamente la vía. Los asientos, forrados de algo parecido a la gutapercha, no eran incómodos pero la ligereza del “gorrinillo” y el estado de la vía originaba bastante movimiento. 

Después de una hora larga de viaje llegábamos a la estación de Villacañas-principal, ya que la vía de Santa Cruz entroncaba con la general de Madrid-Alcázar un kilómetro antes más o menos. Pero de Villacañas-principal había que ir a Villacañas-Prado desde donde una hora más tarde saldría otro automotor que cubría la línea Villacañas-Quintanar siendo la primera estación la de la Villa de Don Fadrique.

Para ir a Villacañas-Prado solo era necesario cruzar las dos vías de la línea general. Una estación estaba enfrente de la otra si bien la vía hacia Quintanar quedaba perpendicular a las de la línea principal. Esa vía, una vez suprimido el servicio ferroviario, albergaría mucho tiempo después la composición valenciana conocida como “pájaro azul” formada por los tres remolques de los automotores Ganz-Geathom, que iba a ser conservada en el Museo de Delicias - o en un futuro en Valencia- y que por incidencias que no vienen al caso, quedó varada en Villacañas hasta su desguace.  

Pero antes de que todo ello ocurriera, allí en el Prado, esperábamos la llegada de ese otro automotor que hacía una especie de servicio de lanzadera con Quintanar. Durante muchos años tras aquellos viajes no logré identificar de qué automotor se trataba; sólo recordaba que era más grande, más alto que el “zaragoza” y más elegante por dentro. Y que, desde luego, no se trataba de ningún Renault o littorina, de los que yo conocía de su paso por Santa Cruz. Fue hace no más de cuatro o cinco años cuando al ver una fotografía lo recordé inmediatamente. Era uno de los cuatro excelentes Burmeister que La Maquinista había construido para MZA en 1936. 


Un automotor Burmeister estacionado probablemente en Villacañas (AHF/MFM. Autor: Rechel)

Ambiente en Villacañas esperando la salida hacia La Villa de Don Fadrique, La Puebla de Almoradiel y Quintanar de la Orden (AHF/MFM. Autor: Rechel)

Al final, tras no menos de tres horas de viaje desde Santa Cruz, podíamos abrazar a los abuelos en La Villa. Estaba contento pero pensaba que no me hubiera importado viajar en el Burmeister hasta Quintanar y a su vuelta, si eso, pues ya me apearía en La Villa…


Más sobre los Burmeister:

https://trenesytiempos.blogspot.com/2017/12/las-tracciones-termica-y-electrica-en_6.html

Y sobre la línea de Villacañas a Quintanar:

https://trenesytiempos.blogspot.com/2020/07/cronicas-de-la-via-estrecha-0-el.html

domingo, 24 de noviembre de 2024

Recuerdos del tren (XVIII): Entrando en Madrid

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 ENTRANDO EN MADRID


Cuando en vez de ir a Toledo tocaba viajar a Madrid en el semidirecto para hacer compras o visitar a algún médico, no había espectáculo que me atrajera más y que esperase con mayor interés que el que aparecía en el último tramo del recorrido, entre Getafe y la estación de Atocha. 

Pasada la estación de Ciempozuelos empezaba a mirar por la ventanilla  con mucha atención ya que los hangares o talleres de la base aérea de Getafe quedaban cerca de la vía y siempre era posible ver algunos aviones de distintos tipos aparcados en el exterior. No tardando mucho aparecía a la derecha el cerro de los Ángeles y no faltaba nunca alguien que lo señalara y volviera a repetir que se trataba del centro geográfico de España y que durante la guerra –la todavía entonces cercana guerra- se habían dado allí episodios muy duros y violentos…

Cuando empezaba a escuchar todo esto sabía que ya era el momento de acomodarme en la ventanilla o buscar alguna que estuviera libre y si era posible abierta, siempre al lado derecho, claro. Se avecinaba el espectáculo al que antes me refería y que me hacía verdaderamente feliz: el paso por la zona del depósito de Cerro Negro. Poco a poco el número de instalaciones ferroviarias iban aumentando y parecía que nuestra Mikado, sintiendo cerca casa y familia, daba lo mejor de sí misma. Era impresionante contemplarla desde la ventanilla abierta tomando algunas curvas de ese recorrido con su enérgico y rápido, pero también acompasado y ligero movimiento de bielas. Al tiempo que hacía sonar repetidamente su grave silbato aceleraba y resoplaba para llegar a Madrid a su hora por una vía que se encontraba ahora ya en perfectas condiciones. 

Ambiente en la estación de Atocha a la llegada de un tren a mediados del siglo XX (autor desconocido)

Al mismo tiempo se me iban los ojos tras tantas y tantas locomotoras de distintos tipos que no conocía; máquinas que maniobraban o estaban aparcadas o retiradas en largas y lejanas filas en las vías de Cerro Negro, en un ambiente gris y humeante, pero para mí pleno de atractivo. A veces, al gris del humo se sumaba el gris de un cielo nuboso y llovedor dando a ese ambiente una luz y una tonalidad que generaba una sensación nostálgica y un punto triste, quizás, en el fondo, envolvente y acogedora. Pero en aquel momento yo no reparaba en todo eso y seguía en la ventanilla absorto en las locomotoras que desfilaban delante de mí. Viendo a algunas, ya tan achacosas, y con escapes de vapor por todas sus juntas, me preguntaba cuál sería la más antigua de todas ellas. Naturalmente en aquellos momentos no tenía respuesta pero la pregunta se quedó en mí esperándola pacientemente.

Esa respuesta llegó muchos, muchos años después, cuando confeccionaba las primeras entradas de mi blog con la ayuda indispensable de las publicaciones de Fernando Fernández Sanz: la serie más antigua de RENFE en aquella época era la 030-2013 a 030-2059, algunas de cuyas máquinas, las todavía no retiradas o desguazadas, estaban celebrando ya su centenario. Eran aquellas “mamut” de rodaje 030 de cilindros y distribuciones interiores que MZA empezó a adquirir a partir de 1857 a factorías como Kitson, Wilson o Cail para las extensiones de sus líneas desde Albacete hasta Alicante y también a Zaragoza, y que conformaron su serie 246 a 316. Algunas de ellas, estuvieron resoplando y maniobrando en depósitos como los de Cerro Negro o Zaragoza hasta su desguace total en los primeros años sesenta. Se salvó la 246, primera de todas ellas, y a la que se rindió un sentido homenaje en Atocha celebrando su centenario, en el que estuvo acompañada por las entonces “recién nacidas Confederación 242-2001 y Alsthom 7624. 

 

 La 030-2049 esperando el desguace a principios de los sesenta (Karl Wyrsch/Archivo Histórico Ferroviario del Museo del Ferrocarril de Madrid)


 Ahora sé, a través de un conjunto de fotos de Karl Wyrsch custodiadas por el Archivo Histórico Ferroviario del Museo del Ferrocarril de Madrid que una línea de locomotoras apartadas, todas iguales, que veía a lo lejos en esas increíbles y atractivas entradas a Madrid eran ya varias de ellas, y sé que todavía me crucé con algunas que todavía trabajaban afanosamente como siempre lo hicieron: en su juventud arrastrando los mejores trenes de la naciente MZA y en su vejez ayudando en los depósitos a sus compañeras mucho más jóvenes. 

Ahora, recordadas en un rincón preferente de  mi blog, ya he podido y contestarme a mí mismo aquella pregunta de cuál sería la más antigua. Ellas eran las más antiguas y todavía pude llegar a conocerlas antes de que se marcharan definitivamente. Fue un placer y un honor.


domingo, 17 de noviembre de 2024

Recuerdos del tren (XVII): Subiendo a Ocaña con la "1700"

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SUBIENDO A OCAÑA CON LA “1700”


Y ya que en el capítulo anterior estábamos en Aranjuez y el mixto estaba a punto de salir, invito al lector, si le gusta el humo y no anda corto de tiempo, a que me acompañe en él hasta Santa Cruz. ¿Vamos allá?

Viajar en el mixto de las cinco y veinte –hora teórica de su llegada a Santa Cruz- era toda una aventura que, en el caso del viajero “corriente”, sólo convenía emprenderla si no había más remedio o los horarios no permitían otra cosa. Los pocos santacruceros que lo utilizaban eran algunos que habían ido por la mañana a Madrid o a Toledo y habiendo acabado pronto sus asuntos se les hacía demasiado esperar hasta el tren de las nueve de la noche. Pero, para mí, cuando en mis frecuentes viajes familiares entre Toledo y Santa Cruz tenía que viajar en ese tren, esa aventura se convertía en una experiencia fascinante.

Todo comenzaba con las maniobras de la 1700 en la estación de Aranjuez que he descrito en el capítulo anterior. Tras finalizarlas, el fogonero avivaba el fuego con el fin de generar gran cantidad de vapor y así  poder coronar con éxito la cuesta de Ontígola, una subida de unos quince kilómetros en la que se asciende desde los escasos 500 metros de Aranjuez hasta los setecientos largos de Ocaña, con rampas del 17 por mil. En principio un repecho de este tipo no hubiera constituido un gran obstáculo para una magnífica 1700, una locomotora que fue orgullo e insignia de la compañía MZA, pero que ya, con cuarenta años a sus espaldas, y no sé si todavía con un mantenimiento adecuado, sí constituía un cierto reto para ella, sobre todo si el mixto era un poco pesado. 

Una 1700 en cabeza de un correo en la estación de Santa Cruz (Fernando F. Sanz)

Ya en marcha, y tras pasar por los complicados cruces y agujas de la salida de la estación de Aranjuez, el tren tomaba la vía situada más a izquierda, que era la correspondiente a la línea de Cuenca. Hasta llegar a la estación de Ontígola la cuesta no era excesiva y la locomotora iba con potencia suficiente y buen ritmo. Tras la parada en esa estación, en la que normalmente no se hacían maniobras aunque la detención era obligatoria, empezaba la lucha. La arrancada en cuesta, sobre todo si el tren llevaba bastantes vagones de mercancías, significaba un buen gasto de energía y por tanto de vapor para la locomotora. Ello obligaba al fogonero a avivar el fuego mediante grandes y continuas paladas de carbón desde el tender al hogar. A su vez el maquinista tenía que ser muy cuidadoso con la conducción para aprovechar bien el uso del vapor que se producía en la caldera. Todo ello se traducía normalmente en la salida de un intenso humo negro por la chimenea acompañado por partículas de carbón no del todo quemado, la llamada “carbonilla”, así como en un tremendo espectáculo de chispas, chirridos y resoplidos.

Naturalmente no podía perdérmelo. Casi con medio cuerpo fuera de la ventanilla asistía al mismo en arrobo casi extático. Aprovechaba las curvas a favor para observar el cansino y lento movimiento de las bielas transmitiendo desde los cilindros a las ruedas la fuerza expansiva del vapor… al tiempo que la carbonilla aprovechaba para tiznar mi cara y meterse en mis ojos…¿pero acaso importaba?

Normalmente el tren subía cansinamente hasta Ocaña sin detenerse, pero alguna vez, bien fuera por el excesivo peso o por el estado de la locomotora, el tren tenía que pararse en plena cuesta, echar el freno y volver a hacer vapor hasta alcanzar la presión suficiente que le permitiera continuar. Ya definitivamente en la estación, y tras llenar el tender de agua, solían empezar en muchas ocasiones las maniobras para tomar o dejar vagones mientras el fogonero se bajaba un momento para rellenar el botijo en la cantina…

La "rampa de Ontígola" subiendo hacia Ocaña (a la derecha), escenario de aquellas exhibiciones de las 1700 (Google Earth)

Esas maniobras podían durar poco o mucho y el tren comenzaba a acumular retraso sobre el horario oficial que se sumaba al generado en la trabajosa subida de la cuesta. Si la cosa iba para largo, también algunos viajeros se apeaban para estirar las piernas o pasar a su vez por la cantina. Mientras tanto, mi cara, casi tan negra como la del fogonero, era observada con horror por mis padres, que trataban de limpiarla con lo que hubiera a mano mientras musitaban por lo bajo algo que sonaba una vez más como “¡qué manía con la dichosa ventanilla!”

Acabadas las tareas de Ocaña, el tren continuaba, ya prácticamente llaneando, y por tanto con la 1700 mucho más alegre, hacia Noblejas y Villarrubia. En estas estaciones las maniobras eran menos frecuentes que en Ocaña pero también se hacían, sobre todo para dejar o tomar vagones foudre de transporte de vinos.



 
“El tren de las cinco” se acerca a Santa Cruz (acuarela de Santiago Almarza)

En cualquier caso, lo normal era que el retraso se fuera acumulando y que la llegada  a Santa Cruz, salvo algún día en que el tren no llevara mercancías, se produjera mas tarde de lo previsto. Y a ello respondía la famosa y constante pregunta que los viajeros que lo esperaban hicieran al jefe de estación y que a los lectores ya les suena: ¿Con cuanto viene?


martes, 12 de noviembre de 2024

Recuerdos del tren (XVI): Esplendor en Aranjuez

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ESPLENDOR EN ARANJUEZ

Desde muy niño la estación de Aranjuez se me hizo bastante familiar. Los frecuentes viajes a Toledo con el obligado transbordo en esa estación y mi incipiente pero ya marcada afición ferroviaria, hizo que la conociera bien y la tomara un cierto cariño. 

Cuando hacíamos el viaje por la mañana, el tiempo muy justo que mediaba entre la llegada de nuestro tren y la entrada del “turista”, hacía que solo me pudiera fijar en poco más que en los artísticos azulejos del paso inferior por el que íbamos de un andén a otro con una cierta premura. Y si quedaba algo de tiempo y había suerte, podía tener todavía una visión panorámica y despejada de la arrancada hacia Madrid del tren en que habíamos viajado. Si, por el contrario, volvíamos a Santa Cruz por la tarde-noche la situación era muy parecida y no me daba tiempo a fijarme en nada más.

Pero todo era muy distinto cuando utilizábamos los mixtos. Si tomábamos el que teóricamente pasaba por Santa Cruz sobre la una menos veinte del mediodía, llegábamos a Aranjuez sobre la una y media o dos menos cuarto mientras que el otro mixto para Toledo no saldría hasta las tres o tres y cuarto. En el caso de que el recorrido fuera el contrario, el tiempo en Aranjuez para tomar el mixto hacia Cuenca era probablemente el mismo. Quizás conviene aclarar que estos trenes estaban combinados entre ellos: el mixto de Cuenca llevaba siempre, además de un número mayor o menor de vagones de mercancías, dos coches “costa”. Por su parte, el de Toledo también llevaba dos “costas”. En Aranjuez el tren que venía de Toledo enganchaba a los dos de Cuenca y seguía hacia Madrid. Más o menos una hora más tarde llegaba un tren de Madrid con otros cuatro “costas”. Dos seguían con su locomotora a Toledo mientras que los otros dos eran enganchados a la “1700” del mixto de Cuenca y se comenzaba a formar así un nuevo tren mixto hacia Santa Cruz y Cuenca.

Esta operación tenía un encanto especial para mí. La contemplaba con toda calma desde la cantina donde pasaba con mis padres a comer algo durante la hora u hora y media que teníamos que esperar hasta que arrancara nuestro tren. En principio, dos de los “costa” que habían llegado de Madrid estaban en una de las vías y hacia ellos llegaba para engancharlos la “1700”. A continuación, ya con ellos, y si era el caso, volvía a maniobrar para enganchar diferentes vagones de mercancías. La operación, que a veces resultaba bastante laboriosa, solía acabar con suerte antes de las tres y media de la tarde que era la hora oficial de salida. Pero hasta ese momento yo había disfrutado de lo lindo viendo también el paso frecuente de otros trenes por la estación, bien desde dentro del “costa” en el que a esas horas siempre encontraba ventanilla, o todavía desde el andén.

El “mixto” de Cuenca se formaba en la estación de Aranjuez con dos coches “costa” a los que se podían añadir un número indeterminado de vagones de mercancías

Pero cuando la estación de Aranjuez era una verdadera delicia para los amantes del ferrocarril era a primera hora de la mañana y últimas de la noche, coincidiendo con el paso de la gran cantidad de expresos que iban o venían de las capitales levantinas o andaluzas. Expresos de Sevilla y Cádiz, Málaga, Granada y Almería, Valencia, Alicante o Murcia pasaban con poco intervalo entre ellos traccionados casi siempre por las francesas Alsthom de la serie 7600 de los depósitos de Madrid-Atocha o Alcázar, aunque de vez en cuando podía aparecer una “panchorga” 7800 de Alcázar. Ambas locomotoras me impresionaban porque estaba muy poco acostumbrado a verlas, pero sobre todo las “francesas”, con su sonido tan característico y su librea verde esmeralda, me parecían el colmo de la modernidad. Eran trenes muy largos, compuestos en buena medida por coches “ochomiles” y coches-cama. Y si la imagen de día ya era impresionante, verlos por la noche, con todas las ventanillas iluminadas, pasando raudamente y perdiéndose en la oscuridad se convertía en un espectáculo verdaderamente fascinante y evocador. Pero no solamente lo daban los expresos. El desfile de los “rápidos”, que eran trenes diurnos, en contraposición a los expresos que eran nocturnos, y que tenía lugar hacia las diez o las once  de la mañana en un sentido y hacia la media tarde en el contrario, era también espectacular.

Todo eso ya acabó hace mucho tiempo. La progresiva implantación de trenes de día con talgos, electrotrenes, TER, o unidades mermaron mucho la circulación de aquellas composiciones, y el golpe definitivo llegó con la entrada de la alta velocidad. Hoy la estación de Aranjuez es casi una estación de cercanías con un trasiego constante de unidades blancas y rojas y con la aparición circunstancial de algunos mercantes y trenes de “media distancia”. 

A veces la añoranza me lleva a volver allí aunque solo sea para soñar un rato con aquel tiempo de esplendor. Y alguna vez me voy en sábado cuando el tren de la fresa tiene descansando a sus “costas” en el andén principal. Me siento junto a uno de ellos, si es posible en el que yo viajaba a veces. Paso la mano por su madera de teca, aspiro su olor, que sigue siendo el de entonces, cierro los ojos  y quedo a la espera de que la “1700” venga a recogernos.




domingo, 3 de noviembre de 2024

Hablando de trenes (XV): Tiempo de littorinas


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TIEMPO DE LITTORINAS


Además del “gorrinillo” que venía de Villacañas, también pasaban por Santa Cruz algunos automotores que hacían un servicio de tarde entre Madrid y Valencia por Cuenca. La línea de Madrid a Cuenca fue quizás la primera en ser atendida por los grandes automotores Maybach que MZA puso en servicio en septiembre de 1935, aunque la experiencia debió ser efímera por el advenimiento de la Guerra Civil.  Durante ella dos de estos Maybach, sufrieron accidentes y después, cuando finalizó, fueron dedicados durante un tiempo a la relación Madrid-Barcelona. 

El WE 401 en la estación de Cuenca en sus pruebas. Año 1935 (autor desconocido)

Durante los años cuarenta siguió existiendo un servicio de automotores entre Madrid y Cuenca que seguramente se extendió hasta Valencia cuando en 1947 se finalizó el complicado tramo entre Cuenca y Utiel. No sé en detalle cuáles fueron los vehículos concretos que se ocuparon del servicio, sólo puedo dar fe de algunas fotografías tomadas en la estación conquense de Vellisca así como en la de Atocha – en este caso con el cartel del recorrido bien visible- en las que aparecen claramente unos Ganz grandes. 

Un Ganz de la serie 9209-9214 en la estación conquense de Vellisca. Año 1953 (AHF/MFM. Autor Karl Wyrsch)

El Ganz 9211 saliendo desde Madrid-Atocha hacia Valencia el 15 de noviembre de 1959 (J. Swanberg/cortesía J.A. Méndez Marcos)

Cuando muy a principios de los sesenta ya inicié mis numerosas visitas a la estación de Santa Cruz el “rápido automotor” (tal como se denominaba en las guías) de Madrid a Valencia pasaba alrededor de las cinco de la tarde mientras que el de retorno lo hacía sobre las ocho, ya en la tarde-noche. Al menos en aquellos años lo cubrían principalmente las “littorinas” Fiat de la serie 9215 a 9226, si bien es posible que a veces lo hiciera algún Renault ABJ-7. 

La littorina 9218 estacionada en Madrid-Atocha en 1957. Ignoro si estaba prestando servicio en la línea Madrid-Cuenca-Valencia (autor desconocido)

Me gustaba ir a verlos pasar siempre que podía y comprobar que lo hacían a la hora prevista, tal como un “rápido automotor” entendía yo que debía hacerlo. Me encantaba verlo venir desde lejos y observar su balanceo de vehículo ligero cuando pasaba por la zona de agujas. Disminuía su velocidad según se acercaba a la estación, saludaba al jefe y reconocía su señal de vía libre con un sonoro bocinazo, e inmediatamente volvía a acelerar su motor recuperando velocidad. 

Una tarde, creo que de primavera o verano, estaba muy atento a su paso ya que unos tíos míos que vivían en Toledo nos habían dicho que lo tomarían en Aranjuez para trasladarse a un congreso en Valencia. Naturalmente allí estaba yo, un poco antes de las cinco, en mi sitio favorito de observación. Sabía que me resultaría difícil verlos cuando pasaran pero, aún así, estuve muy atento a todas las ventanillas para intentar atisbar cualquier saludo o señal desde alguna de ellas. No observé nada y extrañado volví a casa. Pocos días después nos dijeron que ellos sí me habían visto perfectamente. Resulta que en Aranjuez les dijeron que no había plazas disponibles pero que podrían viajar de pie hasta que quedara algún sitio libre -cosas de aquellos tiempos- solución ésta en la que no sé si tendría algo que ver el respeto o la atención que se dispensaba en aquellos tiempos a los sacerdotes ¡y más aún si se trataba de un canónigo de la catedral de Toledo como era mi tío! El caso es que hicieron buena parte del recorrido en cabina, acompañando al automotorista, y desde ella me vieron y saludaron. ¡Con que orgullo hubiera yo vuelto a casa viendo a mis tíos nada menos que en cabina!

Lógicamente, estos “rápidos automotores” no paraban en Santa Cruz yendo directamente desde Aranjuez hasta Tarancón. Si lo hacían alguna vez era porque algo había ocurrido. Así fue desgraciadamente cuando, creo que fue una “littorina”, arrolló en un paso a nivel sin barreras cerca del pueblo a un carro arrastrado por una mula en el que iban varios ocupantes y de los que al menos alguno murió. La noticia se extendió por el pueblo con toda rapidez y parece que había sido el propio automotor el que llegó por sus medios a la estación, aún con las señales evidentes del arrollamiento, para dar cuenta de lo que había pasado. 

Cuando me enteré noté en mi cuerpo una extraña y amarga sensación en la que se mezclaba tristeza y dolor, desde luego por las personas que habían perdido la vida pero también, debo confesarlo, por el desgraciado papel que le había tocado desempeñar a una de mis admiradas littorinas y a su desgraciado conductor. Desde entonces, siempre que observo el curioso frontal de estos automotores, con esa especie de ojos saltones de sus faros y del amago de rictus que parece esbozar la carcasa protectora del radiador, no puedo dejar de revivir aquel día y mientras me fue posible, dar un toque de ánimo a la enmohecida chapa de su cabina. Me refiero a la ya prácticamente destrozada littorina  9217 que todavía sigue bajo un toldo en la zona exterior de Delicias.  No sé si prefiero verla como la hacía hasta hace unos años, cuando la fotografié o mejor ya no verla así. 



La “littorina” 9217 en el exterior del Museo del Ferrocarril de Madrid antes de ser cubierta por un toldo

Temo ver en sus ojos saltones e inquisitivos y en su rictus, un punto amargo, una petición de ayuda, de supervivencia, algo que no sé si llegará a suceder alguna vez.


domingo, 27 de octubre de 2024

Recuerdos del tren (XIV): Inundaciones

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INUNDACIONES


En un país de clima extremo como España, los fenómenos atmosféricos adversos como lluvias intensas, nevadas, heladas o vientos fuertes pueden tener incidencia en la circulación ferroviaria. En la actualidad el soporte meteorológico a la gestión del tráfico de los trenes está muy avanzado y consolidado y en algún capítulo posterior referiré como se pusieron las bases de ello. 

Pero en aquellos años cincuenta y sesenta la predicción meteorológica era muy deficiente, y deficiente también –prácticamente nula- su utilización por parte del transporte terrestre. Esto hacía que la ocurrencia de algunos de estos fenómenos a que antes  me refería ocasionara con cierta frecuencia problemas serios en el tráfico ferroviario. Entre ellos, el más común era la inundación de las vías en periodos de lluvias continuadas y abundantes, pero sobre todo por la ocurrencia de intensas tormentas que provocaban y siguen provocando fuertes y rápidas avenidas, las denominadas “inundaciones relámpago”.

Este tipo de sucesos podía afectar al tráfico ferroviario por Santa Cruz de dos maneras. El más frecuente era el corte de la línea entre Tarancón y Cuenca, específicamente en el trayecto entre Castillejo del Romeral y Cuevas de Velasco. Es una zona de vega recorrida por un pequeño río –el río Mayor de Cuevas de Velasco- que nace en los cercanos Altos de Cabrejas, una pequeña alineación montañosa que el tren atraviesa por el denominado túnel de Sotoca, y que es tributario del río Guadiela. Esa zona de Cabrejas, como todo el Sistema Ibérico al que pertenece, es bastante tormentosa y ello daba lugar a crecidas rápidas y bruscas del citado río Mayor, algo que supongo que se habrá solucionado y ya no seguirá ocurriendo en la actualidad.

Esta es una curiosa imagen tomada en la decada de los años veinte del pasado siglo de un corte de vía por inundación en la línea de Aranjuez a Cuenca. No tiene una datación geográfica concreta pero se me ocurre pensar que el castillo del fondo sea el Castillo del Romeral situado sobre el pueblo de Castillejo del Romeral (Archivo Histórico Ferroviario del Museo del Ferrocarril de Madrid. Autor: Juan Salgado Lancha)

Era por tanto relativamente frecuente que, tras un día o dos de fuertes tormentas en la zona, corriera por Santa Cruz la noticia de que no había trenes porque “el agua había cortado la vía por Cuevas de Velasco”. En aquella época de escasos automóviles y coches de línea, la suspensión de los trenes, sobre todo hacia Madrid, suponía un trastorno grave en las actividades del pueblo. Semidirectos y mixtos quedaban suspendidos, aunque no sé si alguno de ellos circularía hasta Tarancón. Como tampoco sé si el correo de Valencia circularía desviado por la general de Andalucía y Levante o simplemente se reforzarían algo los trenes habituales de Madrid a Valencia por Albacete.

En cualquier caso, para mí, la situación me llevaba a imaginar una majestuosa representación de una locomotora de vapor cruzando despacio, pero vigorosamente, por las vías inundadas y con obreros trabajando junto a ella; otra imagen más de mi particular iconografía ferroviaria. Pero, en general, no era para tanto: la interrupción del tráfico no duraba en general más de uno o dos días y pronto todo volvía a la normalidad.

Había otra zona de inundaciones relativamente frecuentes que afectaba, ahora de forma indirecta, a la estación de Santa Cruz. Se trataba de una zona cercana a Villasequilla en la línea de Madrid a Andalucía. Allí la vía férrea discurre durante un tramo al lado del arroyo Cedrón, llamado también Melgar. El Cedrón es otro pequeño río que nace en la Mesa de Ocaña en el término municipal de Villatobas y desemboca en el Tajo en el carrizal de Villamejor. Normalmente no lleva mucho caudal pero cuando había tormentas fuertes en zonas de la citada Mesa, llegaban torrenteras desde los cerros hasta su cauce, que en esa zona de Villasequilla tiene ya muy poca pendiente, y de vez en cuando las vías quedaban bajo el agua. Si la incidencia era importante e iba a tardar un tiempo en resolverse merecía la pena que los trenes hacia Andalucía y Levante, o al menos algunos de ellos, fueran desviados desde Aranjuez a Santa Cruz por la línea de Cuenca y de allí marcharan hacia Villacañas por la pequeña línea de 42 km –la del “gorrinillo”- e igualmente -aunque a la inversa- deberían hacerlo los que circularan hacia Madrid. Esta situación provocaba un intenso e inusual movimiento en la estación santacrucera ya que las locomotoras tenían que maniobrar para ponerse a la cabeza del tren tanto si provenían de una dirección como de la contraria. Supongo que para el personal de RENFE debía ser una situación estresante y tampoco era muy agradable para los viajeros de los trenes desviados que asomaban por las ventanillas sus rostros cansados y un tanto perplejos esperando el momento de que su tren volviera a ponerse en marcha. Pero yo, y bastantes curiosos que se acercaban a la estación, disfrutábamos  mucho viendo locomotoras y vagones muy distintos a los que habitualmente circulaban… 

Cuando ahora, de tarde en tarde, vuelvo a visitar la estación, casi siempre silenciosa y desierta, y ya con solo una vía de paso, un solo andén y algún resto de carriles de la antigua línea de Villacañas, me parece mentira, un sueño, que yo hubiera vivido allí tanto esplendor, tanta abundancia.