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A POR EL KILOMÉTRICO
En aquellos primeros sesenta las economías no daban para muchos viajes familiares “largos” en tren, salvo que surgiera alguna ocasión especial que animara a los padres a hacerlos. En mi caso, fueron dos esas ocasiones: cuando nos llevaron a mi hermana y a mí a ver el mar por primera vez y cuando decidieron que fuéramos los cuatro a visitar a unos tíos que vivían en Ceuta.
Pero, antes de iniciar un viaje de ese tipo, era conveniente llevar a cabo toda una “liturgia” que permitía sacar los billetes con antelación y comodidad abaratando costes y, además, reservar plazas. Todo ello quedaba englobado en el concepto “sacar el kilométrico” y ello conllevaba un viaje previo a Madrid, a la oficina de viajes de RENFE que durante muchos años estuvo en la calle de Alcalá, muy cerca de la plaza de Cibeles. Mi padre me llevó con él alguna vez y a mí me maravillaban los grandes carteles de los escaparates y del interior donde aparecían locomotoras que yo no conocía.
Sacar el “kilométrico” consistía en comprar un número determinado de kilómetros a recorrer en primera o segunda clase, a utilizar por varias personas que tenían que estar registradas en el mismo, y dentro de un plazo determinado de tiempo. Naturalmente ello llevaba un descuento y un ahorro que podía ser significativo si se comparaba con la compra suelta de los mismos billetes.
Para adquirirlo, en el caso de ser utilizado por una familia, había que llevar el “libro de familia” y una foto reciente de las personas que iban a utilizarlo; por tanto, un paso previo era visitar al fotógrafo del pueblo para que nos la hiciera. Además, convenía hacer un cálculo de los kilómetros totales que se iban a consumir porque había kilométricos con distintas cantidades. Normalmente se compraban algunos cientos de más por si surgía cualquier incidencia y si no se gastaban del todo en el viaje “largo” todavía solía quedar un tiempo disponible para gastar ese exceso en viajes más cortos.
Físicamente el kilométrico era una especie de librito alargado con pastas duras, creo que de color marrón, verde o azul oscuro, y con el título “Billete kilométrico RENFE” en letras doradas. En las primeras páginas se colocaba la foto y los datos de los titulares y venían detalladas las condiciones de utilización. Después aparecían bastantes páginas subdivididas en pequeños rectangulitos que reflejaban intervalos de kilómetros de cinco en cinco y en sentido creciente. En otras páginas había unos recuadros en los que se apuntaba la fecha de los viajes y las estaciones de salida y de llegada. Una vez adquirido y solicitados los billetes para el viaje, el empleado de RENFE cortaba los correspondientes cupones, entregaba los billetes y efectuaba anotaciones en los lugares que correspondiera del citado kilométrico.
Portada de un “billete kilométrico”
Cuestión aparte era la reserva de asiento. No era obligatorio hacerla y además tenía un costo aparte del propio del billete, pero era muy conveniente porque podía darse el caso de que al llegar al tren estuvieran todas las plazas reservadas u ocupadas y tener que viajar de pie si el revisor te lo permitía. Las reservas eran unos pequeños y muy ligeros papelitos donde el despachador apuntaba el coche y el número de asiento. Y ese papelito debía coincidir con otro que estaría colocado el día del viaje en el pequeño cajetín metálico situado encima de cada plaza.
En principio todo estaba bien organizado, pero en aquella época sin ordenadores y basando todo en listas de papel y llamadas telefónicas, no era raro que surgiera alguna equivocación. Podía ocurrir que llegaras a la plaza asignada y estuviera ya ocupada porque no había ningún papelito de reserva, o también podía resultar que la plaza estuviera asignada a dos viajeros distintos. Para gestionar bien estas incidencias lo mejor era buscarse un aliado experto y nadie mejor que un mozo de equipajes.
Cuando llegabas a la estación cargado con todos los bártulos solía haber varios de ellos ofreciendo sus servicios. Si los aceptabas cargaban todos tus pertrechos en su carrito, te pedían los billetes y te conducían a tu tren, coche y asiento. Si no surgía ninguno de los problemas a que antes me refería, colocaban las maletas con mucha soltura en los portaequipajes y quedaban a la espera de la propina al tiempo que te deseaban buen viaje. Y si el problema surgía, se convertían en verdaderos maestros de ceremonias y trataban de resolver una situación que ellos conocían bien. Normalmente lo solucionaban, pero si no podían te llevaban al encuentro del revisor o te indicaban qué hacer cuando llegara. A veces la persona que estaba ocupando el asiento se había equivocado y, en ese caso, los mozos podían ofrecerse a ayudarla en su traslado a la plaza correcta…o a localizar al revisor. Naturalmente en estos casos obtenían propina doble y doble agradecimiento por la resolución del problema.
Una vez ya todos instalados solía darse un breve intercambio de frases entre los viajeros del mismo departamento. Si el viaje era nocturno interesaba saber los destinos de unos y otros para saber qué noche podías tener…A todo esto, el tren ya se había puesto en marcha...
Exacto. Lo hubiera descrito yo....
ResponderEliminarMuy interesante. No sabía de la existencia de los kilométricos.
ResponderEliminarLa verdad casi mejor que los bonos gratuitos.
Me alegra muchísimo haber conocido el funcionamiento del "kilométrico",las gestiones a realizar y la utilización,hasta el aspecto del propio documento tenía la fascinación propia de aquella época,como los demás documentos extraordinarios de viaje,en comparación con el esquematismo de hoy en día...Todo era resuelto manualmente,con eficiencia,no digo que a día de hoy no sea así,pero,creo que tenía ese encanto especial a ojos de aficionado...
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