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VISITANDO A LA FAMILIA (I)
No todos los viajes eran a Toledo o Madrid. Dos o tres veces al año íbamos a visitar a mis abuelos maternos o a algunos tíos o tías que no vivían lejos pero que, dadas las regulares comunicaciones de la época, se convertían en largos viajes y casi siempre con transbordos, unas veces de tren a tren y otras entre tren y autobús.
Mis más antiguos recuerdos de estos viajes son de la época en que mis abuelos maternos vivían en Tembleque, un pueblo de la Mancha toledana, en la carretera general de Andalucía y con estación en la línea de Madrid a Alcázar y Córdoba. En línea recta no distaría de Santa Cruz más de cuarenta kilómetros pero…todavía no teníamos el “seiscientos”. Para desplazarnos había dos posibilidades. Una era tomar el tren de las nueve hasta Aranjuez y allí esperar a algún correo u ómnibus –porque los rápidos no paraban en Tembleque- y llegar allí tras unos treinta o cuarenta minutos de viaje. El problema era que la estación estaba situada a dos o tres kilómetros del pueblo y se hacía necesario que alguien fuera a buscarnos con algún medio de locomoción, normalmente de tracción animal.
La otra posibilidad, que era la que utilizábamos porque no tenía ese engorro y probablemente era más rápida, consistía en ir en el tren pero solo hasta Ocaña, para tomar allí sobre las diez u once de la mañana unos autobuses que hacían el recorrido Madrid-Consuegra y que eran conocidos popularmente como “las oliveras”, denominación que nunca entendí del todo porque su color, creo recordar, era azul y crema. Las “oliveras” solían venir bastante llenas desde Madrid y a veces había que ir de pie, y siempre con la preocupación de ver cómo se las apañaban aquellos viejos autobuses en la mítica cuesta del Madero, que era la fuerte bajada y luego también fuerte subida para atravesar el valle del arroyo Cedrón, cerca de La Guardia; una zona donde al parecer abundaban las averías mecánicas. Una vez solventado con éxito el obstáculo, en seguida llegábamos a Tembleque, en este caso a las mismas puertas del pueblo.
Además, esta modalidad del viaje tenía también para mi otro atractivo especial ya que para ir desde la estación de Ocaña a la gasolinera donde paraban “las oliveras”, había que tomar alguno de los dos o tres coches de caballos –casi pequeñas diligencias- que hacían el servicio entre la estación y el pueblo con un ritmo, un traqueteo y un cascabeleo que me encantaban.
La gasolinera de Ocaña donde tomábamos los autobuses "las Oliveras" para ir a Tembleque. Delante, por la "carretera de Andalucía coches de la época: Un Seat "seiscientos", un Renault Dauphine y un Citroen "dos caballos". (Autor desconocido)Pero mis abuelos no se estaban quietos. Vivian con una tía mía, maestra nacional, y la acompañaban en sus cambios de destino. Y ese siguiente destino al que tocaba viajar era a la Villa de Don Fadrique, otro pueblo toledano, tampoco lejos de Santa Cruz, pero que requería un desplazamiento distinto, esta vez mucho más ferroviario; una verdadera delicia para un amante del tren.
Tocaba ahora, por tanto, viajar en el ya conocido “gorrinillo” o “zaragoza” desde Santa Cruz hasta Villacañas. Éste era por dentro como un pequeño autobús con tres o cuatro filas de asientos enfrentados tres a tres y dos a dos. Desde ellos se veía perfectamente al automotorista sentado en una especie de butaca que a mí siempre me dio la impresión de que era muy baja, de modo que las ventanillas frontales quedaban a su vez más bien altas y el conductor debía forzar un poco su visión para ver adecuadamente la vía. Los asientos, forrados de algo parecido a la gutapercha, no eran incómodos pero la ligereza del “gorrinillo” y el estado de la vía originaba bastante movimiento.
Después de una hora larga de viaje llegábamos a la estación de Villacañas-principal, ya que la vía de Santa Cruz entroncaba con la general de Madrid-Alcázar un kilómetro antes más o menos. Pero de Villacañas-principal había que ir a Villacañas-Prado desde donde una hora más tarde saldría otro automotor que cubría la línea Villacañas-Quintanar siendo la primera estación la de la Villa de Don Fadrique.
Para ir a Villacañas-Prado solo era necesario cruzar las dos vías de la línea general. Una estación estaba enfrente de la otra si bien la vía hacia Quintanar quedaba perpendicular a las de la línea principal. Esa vía, una vez suprimido el servicio ferroviario, albergaría mucho tiempo después la composición valenciana conocida como “pájaro azul” formada por los tres remolques de los automotores Ganz-Geathom, que iba a ser conservada en el Museo de Delicias - o en un futuro en Valencia- y que por incidencias que no vienen al caso, quedó varada en Villacañas hasta su desguace.
Pero antes de que todo ello ocurriera, allí en el Prado, esperábamos la llegada de ese otro automotor que hacía una especie de servicio de lanzadera con Quintanar. Durante muchos años tras aquellos viajes no logré identificar de qué automotor se trataba; sólo recordaba que era más grande, más alto que el “zaragoza” y más elegante por dentro. Y que, desde luego, no se trataba de ningún Renault o littorina, de los que yo conocía de su paso por Santa Cruz. Fue hace no más de cuatro o cinco años cuando al ver una fotografía lo recordé inmediatamente. Era uno de los cuatro excelentes Burmeister que La Maquinista había construido para MZA en 1936.
Un automotor Burmeister estacionado probablemente en Villacañas (AHF/MFM. Autor: Rechel)
Ambiente en Villacañas esperando la salida hacia La Villa de Don Fadrique, La Puebla de Almoradiel y Quintanar de la Orden (AHF/MFM. Autor: Rechel)Al final, tras no menos de tres horas de viaje desde Santa Cruz, podíamos abrazar a los abuelos en La Villa. Estaba contento pero pensaba que no me hubiera importado viajar en el Burmeister hasta Quintanar y a su vuelta, si eso, pues ya me apearía en La Villa…
Más sobre los Burmeister:
https://trenesytiempos.blogspot.com/2017/12/las-tracciones-termica-y-electrica-en_6.html