jueves, 29 de agosto de 2024

Trenes y tiempos en pdf: primera entrega

Tal como comenté hace unas semanas, tengo el propósito de pasar todas las entradas de mi otro blog "Trenes y tiempos" (más de cuatrocientas) a formato pdf. Mi objetivo es doble: que todo el trabajo realizado no esté sujeto a las incidencias o decisiones sobre un blog así como facilitar la difusión de todo este trabajo de forma totalmente gratuita a las personas interesadas. 

Dada la gran cantidad de material mi idea es dividirlo en varios archivos o "tomos". De este modo la sección de "La tracción vapor en RENFE" la publicaré en cinco entregas -una o dos por mes- con los siguientes contenidos

1.-1854 a 1879: De la más antigua locomotora en RENFE a las magníficas 120 de la      AVT

2.-1880 a 1890: De las primeras “verracos” hasta las 040 del Torralba a Soria

3.-1891 a 1901: De las 030 Sharp de la AVT a las “Cuatrocientas de la MCP)

4.-1901 a 1920: De las primeras “compound” hasta las primeras “mastodonte” de Andaluces.

5.-1921 a 1960: De las “tanque” del Betanzos a El Ferrol a las “Garrafetas”

Quiero señalar que no soy un experto en edición y ademas he estado muy condicionado en esta tarea por la propia estructura y formato del blog. Se trata por tanto de ediciones muy, muy sencillas, quizás un poco toscas, y sujetas probablemente a algunos errores que espero no sean significativos. En cualquier caso creo que este trabajo puede resultar útil para las personas muy interesadas en la historia de la tracción vapor.

En cualquier caso ya tengo disponible el primer "tomo" a disposición de las personas realmente interesadas. "Pesa" 140 MB y consta de 314 páginas. Quienes deseen disponer de él pueden enviarme un correo solicitándolo a trenesytiempos68@gmail.com indicando el correo donde quieren recibirlo mediante un adjunto o un enlace para su descarga. 


domingo, 25 de agosto de 2024

Recuerdos del tren (V): El tren de las nueve

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EL TREN DE LAS NUEVE


A veces no iba a la estación a ver el tren –o quizás sea más correcto decir a ver a la locomotora- sino a viajar en él. Teníamos familia en Toledo y varias veces al año pasábamos algún tiempo con ella. Incluso en alguna ocasión el viaje era de ida y vuelta en el mismo día ya que mi padre tenía que resolver allí algunos asuntos rápidos y me llevaba de acompañante. Otras veces tocaba ir a Madrid con mi madre para hacer algunas compras o resolver asuntos médicos. En cualquier caso todos los viajes tenían como elemento común coger el tren de las nueve. 

Todo el mundo lo conocía por ese nombre si bien su llegada oficial a la estación de Santa Cruz era a las nueve menos veinte de la mañana. Era el primer tren del día; salía de Cuenca hacia las seis de la mañana y en el lenguaje de RENFE era nada menos que el “semidirecto” Cuenca-Madrid, dado que, a partir de Aranjuez, ya no tenía ninguna parada oficial hasta la capital. Cuántas veces he imaginado, casi como si fuera el inicio de una epopeya, la salida de Cuenca en la oscura noche invernal y con los coches todavía casi helados arrastrados por una locomotora que había permanecido toda la noche encendida para asegurar su buen funcionamiento en esas profundas horas de la madrugada.

       Horarios del "tren de las nueve" en 1954 (a primeros de los sesenta se mantenía prácticamente igual)

Ya a las ocho de la mañana aparecían por la estación los más madrugadores. Normalmente eran personas que no viajaban pero que querían participar en ese ambiente que se iba creando poco a poco y que por unos pocos minutos convertía a la estación en el lugar de reunión de las fuerzas vivas del pueblo. Sobre las ocho y cuarto u ocho y veinte llegaba “La Raspa”, aquella vieja camioneta Chevrolet verde que transportaba, con no pocas dificultades, a las personas que subían desde la plaza. También llegaba algún que otro coche o carretín con caballo trotón trayendo viajeros desde alguna finca cercana. 

En el andén y en el vestíbulo del edificio entraban en animada charla gentes del campo, maestros que iban a Toledo o a Ocaña, alguno de los curas que se dirigía al arzobispado toledano y no solía faltar a la cita la pareja de la Guardia Civil; a aquella hora, la estación era el gran mentidero del pueblo. Por allí andaba también una figura clave: Luis el ordinario que, día a día, recibía los encargos más variopintos para Madrid, pero Luis merece un capítulo aparte.

A las ocho y veinte todo el mundo estaba pendiente de la “salida”. Cuando el tren arrancaba de Tarancón, la estación anterior, el jefe de la de Santa Cruz tocaba la campanilla, señal inequívoca de que en veinte minutos llegaría el “semidirecto”. Entonces todo el ambiente se transformaba. Los viajeros corrían a comprar los billetes en la taquilla, algunos hombres sacaban su reloj de cadena del bolsillo y lo miraban con gesto complacido o displicente según si había retraso o no. El guardagujas montaba en su bici y se iba hacia la casilla del cambio. Los más rezagados llegaban corriendo tras haber oído la campanilla a lo lejos y muchos buscaban afanosamente a Luis para darle los últimos encargos. Mientras tanto, un padre señalaba a su hijo el horizonte dirigiendo el dedo hacia aquel punto en el que tendría que verse ya el penacho de humo de la locomotora a medio camino entre un pueblo y otro.

Al fin, el tren de las nueve aparecía por la curva del paso a nivel con su locomotora Mikado negra y reluciente en cabeza. De pronto, abandonaba en las agujas la vía directa,  se desviaba hacia la del andén principal y por un momento parecía que se iba a echar encima de todos los que esperaban. Retomaba de nuevo su dirección y entraba en la estación, majestuosa, chirriante y plena de vapor. En la cabina, el maquinista y el fogonero, manejando frenos y regulador, aparecían a mis ojos como los héroes de esa epopeya iniciada en Cuenca casi tres horas antes. Tras la máquina y el tender, los furgones de mercancías y de correos, tres o cuatro coches de tercera clase y uno de segunda. Estos coches eran siempre de madera y con frecuencia de “balconcillos” aunque a veces aparecían, o se mezclaban con ellos, los “verderones”, también  de madera, aunque forrados de chapa metálica verde y con pasillo lateral. Pero a ellos me referiré también más adelante.

Todo eran carreras en ese momento. Algunos viajeros habían averiguado al paso del tren qué coches iban mas vacíos y se dirigían a ellos; Luis se encaminaba con su carricoche y su ayudante, con toda calma, hacia su posición habitual; algunos niños tiraban de la manga de la chaqueta de  su padre porque querían subir en un coche de los de balconcillos con unas ventanillas mucho más bajas y asequibles. Llegaba corriendo algún rezagado que se montaba sin billete bajo la mirada amonestadora del jefe de estación que ya, con gorra y banderín rojos, se dirigía lentamente hacia la locomotora para dar la salida.
 

El “tren de las nueve” entra en la estación de Santa Cruz (Santiago Almarza)

Tras los pitidos de rigor, el tren de las nueve se iba alejando lentamente, el jefe de estación comunicaba la salida a la estación siguiente, Villarrubia, y las personas que no habían viajado emprendían el retorno hacia el pueblo. 

Aunque no lo sé con seguridad es muy probable que éste fuera "el tren de las nueve" entrando en Madrid, algo antes de las once de la mañana. Tenía la típica composición de ese tren: locomotora Mikado, vagón de mercancías, furgón de equipajes y de jefe de tren (asomado en la puerta), coche correo, un "verderón" y tres "costa" (mis preferidos) (Atocha 1961/Harald Navé)


Poco a poco la estación quedaba en silencio y ya solo se escuchaba el canto de algún pájaro y quizás alguna queda y lejana conversación en el despacho del jefe. Luego, a la noche, el semidirecto retornaría hacia Cuenca; era entonces también el “tren de las nueve” pero, en este caso, el de las nueve de la noche. Volvían muchas de las personas que habían viajado por la mañana, pero ahora, en esta hora tardía y ya cansados, no era momento de charlas sino de despedidas rápidas. Luis el ordinario, con su carricoche, cerraba la comitiva hacia el pueblo. Volvería por la mañana. 

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domingo, 18 de agosto de 2024

Recuerdos del tren (IV) Aromas para una adicción

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AROMAS PARA UNA ADICCIÓN


A mis ocho o nueve años, mis padres me compraron una bicicleta verde “de chica” porque también tendría que valer para mi hermana, ya que era una época para pocos dispendios. Por “de chica” se entendía que no llevaba barra central y que iba decorada con una redecilla de colores que, unida al guardabarros posterior, cubría parcialmente la zona superior de la rueda trasera. Pero fuera del tipo que fuera a mí me dio una gran alegría y mucha sensación de libertad.

Bien fuera por mi “eterno agradecimiento” al que me refería en el capítulo anterior o por las influencias que contaba en el primero, muy pronto comencé a encaminarme con ella hacia la estación de tren. Mi casa estaba a un kilómetro o kilómetro y medio y no me llevaba más de siete u ocho minutos llegar hasta allí. Esa facilidad me permitía elegir qué tren quería ver, o ver dos o tres en el mismo día…¿los mixtos de las doce y de las cinco a ver cuál venía con más retraso?...¿el talgo de las nueve de la mañana y el de las ocho de la tarde a ver si llevaban la misma locomotora?...¿o ver si el correo de Valencia traía por casualidad algún coche de “balconcillos”…? Como se ve… ¡eran muchas las cosas importantes  que justificaban mi presencia en la estación! Y, además, me atraía el olor, ese olor mezcla de la creosota de las traviesas y de humo, un olor irrepetible y que, como muchos aficionados seguro que corroboran, crea adicción. 

Lo que no variaba era mi ubicación cuando estaba allí. Siempre al lado de donde la locomotora tenía que estacionarse. Me encantaba verla como se aproximaba lentamente, y como se paraba en medio de chispas y chirridos metálicos. A veces el maquinista o el fogonero se bajaban para efectuar alguna revisión o engrase, pero lo más normal era que se quedaran acodados en el lateral de la cabina observando la bajada y subida de viajeros y atentos a cualquier indicación que pudiera hacerles el jefe de estación o el jefe de tren. 

Salvo que por alguna razón el jefe diera el “marche el tren” con el silbato y el banderín rojo levantado desde el propio edificio de la estación, lo normal es que se dirigiera sin excesiva prisa hacia la locomotora, no sin detenerse casi siempre junto al furgón de equipajes para cambiar impresiones o documentación con el citado jefe de tren, que tenía normalmente su pequeño departamento ubicado en ese furgón. 

El lugar dónde ahora se encuentra el rótulo de la estación de Santa Cruz era donde, hace sesenta años, me estacionaba con mi bici, lo más cerca posible de las locomotoras cuando el tren iba en dirección hacia Cuenca.

Y ahora llegaba el gran momento: muchas veces desde la ubicación del furgón, y otras ya junto a la locomotora si la gestión tenía que ser con el propio maquinista, el jefe de estación soplaba su agudo silbato que era inmediatamente respondido por el más grave y profundo de la máquina. A este respecto creo recordar que, en cuanto a esa gravedad y profundidad, estaba por delante de la 1700, la Mikado, pero no estoy seguro… ¡A mí me gustaban los dos!

Entonces se abrían los purgadores y una nube blanca me envolvía rápidamente. Al tiempo, el tiro de la chimenea se fortalecía, el vapor entraba con gran fuerza en los cilindros y la biela motora empujaba a las ruedas que con frecuencia patinaban entre chirridos. En esos instantes el olor de la creosota, el del humo –distinto, naturalmente, si provenía de la combustión del carbón o del fueloil- y el del vapor rápidamente condensado, formaban una mezcla singular y profundamente adictiva que realzaba, más si cabe, aquellos momentos casi oníricos…

Una 1700 en cabeza probablemente del correo Madrid a Valencia por Cuenca estacionado en la estación de Santa Cruz de la Zarza. Yo me apostaba junto al árbol de la derecha de la foto. Al otro lado del andén central las vías de la línea de Villacañas a Santa Cruz (foto Sanz)

Poco a poco los cilindros acompasaban su ritmo con un sonido profundo y casi humano, al tiempo que las ruedas ya no patinaban. Mientras me iba recuperando del trance, desfilaban por delante los coches de viajeros o los vagones de mercancías cada vez más acelerados. Cuando ya el tren se alejaba, yo empuñaba de nuevo el manillar de la bici y comenzaba a pedalear de vuelta a casa. Supongo que el jefe de estación se preguntaría qué demonios haría el chaval que con tanta frecuencia venía y se paraba junto a las locomotoras. No sé si se contestaría algo; lo cierto es que nunca ningún ferroviario me preguntó ni me dio ningún problema. Y desde luego nadie se imaginaba la fuerza y la confianza que aquel chaval recibía de sus locomotoras.

Aquella mezcla de aromas enganchaba tanto que a veces todavía la busco. Aún existe, y si alguna vez se me ve parado junto a esa curiosa estructura de carriles y traviesas que está o estaba en el exterior de la estación de Chamartín, es porque allí, aún debilitada, la encuentro. Y si se me ve por la estación de Santa Cruz acercándome hacia los viejos árboles que están al lado de las antiguas –o actuales- Bodegas Bilbaínas  es porque, sesenta años después, todavía la siento allí. 

Las famosas "traviesas" de Agustín Ibarrola en la estación de Madrid-Chamartín. Su denominación real de esta obra es "Ola a ritmo de txalaparta" (Midir)

Veteranos aficionados y ferroviarios que amaron profundamente su profesión, seguro que comparten esta adicción a ese olor, un olor que lleva a una vivencia profunda, casi amorosa. Y coincidiremos con Lope, cuando acaba su soneto “Esto es amor” con esta frase:

Quien lo probó, lo sabe.

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domingo, 11 de agosto de 2024

Recuerdos del tren (III): Eterna gratitud

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ETERNA GRATITUD

 

Me refería en el primer capítulo a los caminos por los que en la infancia –o antes de ella- pueden surgir las vocaciones que alumbran luego toda una vida. Pero, además, existen a veces sucesos singulares que en la mente infantil quedan grabados para siempre, como también lo hacen los personajes o circunstancias que de un modo u otro intervinieron en ellos. Ese fue mi caso y lo que voy a narrar a continuación creo que también tiene que ver con mi actitud siempre comprensiva y respetuosa, cuando no entusiasta, hacia RENFE, sus trenes y sus ferroviarios. Pero empecemos presentando el escenario de los hechos.  

En aquellos finales de los cincuenta y primeros sesenta, cuando el Seat “seiscientos” ya había nacido pero aún no se había extendido de la forma en que luego lo hizo, la población hacía un uso intensivo del tren, incluso para trasladarse a un pueblo cercano. Había que casar horarios de idas y vueltas pero, dado que el servicio aún con  sus limitaciones de la época era bastante aceptable, siempre se encontraban combinaciones.

Muchas personas de Santa Cruz se trasladaban con frecuencia a Tarancón, distante unos 14 km, para hacer compras, gestiones o una simple visita a familiares. Para ello se podía coger el correo de Madrid a Valencia por Cuenca, que pasaba poco antes de las once de la mañana, y volver, bien en un mixto Cuenca-Aranjuez que salía de Tarancón si todo iba bien –que era mucho decir en el caso de los mixtos- hacia las doce y veinte, o esperar al correo Valencia-Madrid, que pasaba por Tarancón sobre las seis y veinte de la tarde. Otra posibilidad, bastante más “apretada”, pero que podía utilizarse para gestiones muy rápidas –cosa de treinta o cuarenta minutos- era tomar el mixto Aranjuez-Cuenca que pasaba por Santa Cruz sobre las cinco y veinte de la tarde y retornar en el citado correo Valencia-Madrid.

El problema surgía cuando el citado mixto venía retrasado, lo cual solía ocurrir con frecuencia. Y no porque saliera tarde de Aranjuez sino porque, también con frecuencia, tenía que maniobrar en alguna de las estaciones intermedias –normalmente en Ocaña- para tomar o dejar vagones, algo que con un poco de mala suerte podía llevar veinte o treinta minutos...o más. Esa era la razón por la que las personas que llegaban a la estación de Santa Cruz para tomarlo formulasen al jefe de estación la típica pregunta: ¿Con cuánto viene?... Las respuestas podían ser de tres tipos: a) “Viene en hora” (la menos frecuente), b) “viene con cinco (o diez o quince), y c) “¡Uhhh…si todavía no ha salido de Ocaña!”. En este último caso, las personas, -no sé si jurando en arameo por lo bajo- tomaban el camino de retorno al pueblo. En el caso de que la respuesta fuera la segunda se hacía un rápido cálculo mental y se decidía esperar al tren o marcharse. 

En fin, en aquella tarde en que con mis seis o siete años acompañé a una tía a Tarancón a comprar petróleo para el “infiernillo” de la cocina, la respuesta debió ser la a). Tomamos el mixto, más o menos a su hora, y sobre las seis menos veinte estábamos allí. No sé si calculamos –calculó mi tía- mal el tiempo o el correo de Valencia venía un poco adelantado, el caso es que cuando ya estábamos cerca de la estación oímos el pitido de la Mikado del correo y echamos a correr. Mala suerte; cuando subíamos las escaleras que conducían al edificio, el tren arrancaba entre resoplidos. Por pura inercia llegamos hasta el andén, al tiempo que yo agarraba una tremenda llantina ya que no quedaría más remedio que pasar la noche en Tarancón en casa de unos familiares… y yo no quería de ninguna manera que eso ocurriera.

El lloro debía ser tan fuerte que el jefe de estación vino a ver que nos pasaba. Viendo mi gran disgusto al buen hombre se le ocurrió una solución salvadora. En la estación había un tren de mercancías que saldría también hacia Santa Cruz cuando el correo hubiera dejado vía libre… ¿Y si nos íbamos en él?... No sé exactamente la gestión que hizo, supongo que debió hablar con el jefe de tren y éste debió compadecerse de nosotros; el caso es que de inmediato nos vimos montados en su furgón rumbo a Santa Cruz. El furgón del  jefe de tren en el caso de los mercancías era un vagón mas de este tipo donde había una cabina con una pequeña ventana y supongo que una mínima mesa y una silla. Mi tía y yo no cabíamos lógicamente en ese pequeño recinto y creo que nos ofreció un pequeño taburete donde sentarnos en otra zona del vagón que iba casi vacía. Lo que sí recuerdo con toda claridad es que, mientras mis lágrimas se iban secando, veía por la puerta corredera abierta pasar un mar de viñedos mientras que al fondo ya se vislumbraba Santa Cruz. 

 

Un aburrido jefe de tren descansa sentado en el estribo de su furgón esperando quizás algún cruce (K. Wyrsch)

Solo media hora después de a la que hubiéramos llegado con el correo estábamos de nuevo en la estación. No sé si alguien nos vio bajar o no lo quiso ver; lo que sí hicimos lógicamente fue agradecer efusivamente su amabilidad y compasión a aquel empático jefe de tren que debió saltarse bastante el reglamento para ayudarnos y enjugar las lágrimas de un chavalillo.

¿Cómo no pude yo quedar eternamente agradecido a estos dos ferroviarios y al humilde mercancías? ¡Gratitud eterna a RENFE y a sus gentes!

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Recordando a los jefes de tren de los tiempos de vapor

La Mikado tanque 141-0214 entra en Granada procedente de Moreda con el jefe de tren asomado en la puerta de su furgón (Gustavo Reder)

La 060-4002 pasa por el viaducto de Roquillo en cabeza de un largo tren de mercancías en 1961. Si se aguza la vista puede apreciarse al jefe de tren asomado a la puerta del furgón tras el tender (Harald Navé)

La 230-2126 en Soria con un tren procedente de Torralba en octubre de 1963. El jefe de tren vigila la llegada (L.G. Marshall)


domingo, 4 de agosto de 2024

Recuerdos del tren (II): Junto a un TAF y a un ministro a los tres años

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JUNTO A UN TAF Y A UN MINISTRO A LOS TRES AÑOS

A veces nos preguntamos –o preguntamos a otras personas- cuál es el primer recuerdo que tenemos de nuestra infancia y a qué edad se produjo. Es difícil para muchas localizarlo pero en mi caso no es así: tenía tres años y dos meses cuando asistí con una tía mía en la estación de Santa Cruz de la Zarza a la reinauguración de la línea ferroviaria de Villacañas a Santa Cruz. 

Quizás conviene recordar que aquella línea fue construida durante el transcurso de la Guerra Civil a modo de prolongación del ferrocarril Torrejón-Tarancón, conocido también como “el ferrocarril de los cuarenta días”, que trataba de conectar Madrid -que se encontraba sitiado- con Levante. Se utilizó por convoyes de la República entre 1938 y abril de 1939 y quedó después abandonada. Años después se valoró su reapertura para el transporte de productos agrarios pero para ello fue necesario mejorar mucho su infraestructura, así como levantar edificios para las tres estaciones intermedias entre Villacañas y Santa Cruz: Lillo, Corral de Almaguer y Villatobas. Realizado todo ello, la reinauguración – ¿o mejor inauguración?- tuvo lugar el 11 de julio de 1954.

El tren inaugural en Lillo, poco antes de llegar a Santa Cruz (autor desconocido)

Otra imagen del día de la inauguración en Lillo (autor desconocido)

Y a esa inauguración asistí yo con mis tres años. No sé si había alguien más de la familia pero la imagen que tengo grabada es que estaba en brazos de mi tía junto a una de esas típicas vallas de madera que rodeaban el jardincillo que antiguamente tenían muchas estaciones, y que, al otro lado de ese jardincillo, estaba detenido un hermoso tren plateado –muchos años más tarde supe que era un TAF, el tren más moderno de aquella época junto con el Talgo II- del que descendían algunas personas, debiendo ser una de ellas el conde de Vallellano que en aquellos años ocupaba el Ministerio de Obras Públicas. 

Siempre tuve la sensación de que era ya de noche aunque suponía que se trataba de una imaginación; sin embargo, muchos años después, pude ver la orden de marcha de ese tren en la que se especificaba su llegada a Santa Cruz desde Villacañas a las nueve de la noche y su retorno a Madrid a las diez y cuarto. Y así ocurrió tras un discurso de las autoridades en la plaza de Santa Cruz y un refrigerio en las Bodegas Bilbaínas situadas junto a la estación.

Parte de la hoja de marcha del tren inaugural correspondiente a la parte final del recorrido entre Santa Cruz y Madrid (cortesía Alejandro Tomás de Pozuelo)


Algunos santacruceros aprovecharon para fotografiarse junto al TAF, que debía ser muy nuevo ya que los primeros de estos trenes llegaron a España en 1953. Como puede verse era ya noche cerrada.

Tras la inauguración, el servicio efectivo comenzó el once de agosto con un correo entre Tarancón y Villacañas, un ómnibus entre Tarancón y Alcázar de San Juan  y un mercancías. La verdad es que eran unos servicios sobredimensionados y al cabo del tiempo se fueron reduciendo quedando dos servicios de ida y vuelta entre Villacañas y Santa Cruz. Servicios que, poco a poco, fueron siendo asumidos la mayoría de las veces por automotores “zaragoza”, si bien el vapor no llegó a desaparecer del todo. 

En cualquier caso, la línea fue clausurada en octubre de 1965 al no haber cubierto en absoluto las expectativas depositadas en ella. Quizás las distancias entre los pueblos del recorrido y sus correspondientes estaciones eran importantes, sobre todo para el tráfico de viajeros, y en el caso de los productos agrarios, el transporte por carretera se demostró mucho más efectivo y rápido. 
En esos años finales, de 1961 a 1965, es cuando viví más de cerca el movimiento de esa línea viviendo anécdotas y sensaciones que irán quedando reflejadas en algunos de los siguientes capítulos. ¿Fue ya un adelanto de todo aquella vivencia con mi tía en la estación santacrucera en esa noche de julio? No lo creo, como tampoco creo que fuera el inicio de mi afición ferroviaria…pero quien sabe. En cualquier caso, lo que sí es verdad es que marcó el inicio de un camino ya sin retorno, una especie de unión sentimental con RENFE y con sus gentes.
                            

La estación de Santa Cruz en el 2020. Puede verse como el andén se ha ampliado sobre la antigua vía desviada dejando solamente la pasante. A la izquierda las vías del Villacañas a Santa Cruz (la segunda está casi tapada por la vegetación.  Entre la pasante y la del Villacañas existía otro andén (Rodelar/Wikipedia)