domingo, 18 de agosto de 2024

Recuerdos del tren (IV) Aromas para una adicción

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AROMAS PARA UNA ADICCIÓN


A mis ocho o nueve años, mis padres me compraron una bicicleta verde “de chica” porque también tendría que valer para mi hermana, ya que era una época para pocos dispendios. Por “de chica” se entendía que no llevaba barra central y que iba decorada con una redecilla de colores que, unida al guardabarros posterior, cubría parcialmente la zona superior de la rueda trasera. Pero fuera del tipo que fuera a mí me dio una gran alegría y mucha sensación de libertad.

Bien fuera por mi “eterno agradecimiento” al que me refería en el capítulo anterior o por las influencias que contaba en el primero, muy pronto comencé a encaminarme con ella hacia la estación de tren. Mi casa estaba a un kilómetro o kilómetro y medio y no me llevaba más de siete u ocho minutos llegar hasta allí. Esa facilidad me permitía elegir qué tren quería ver, o ver dos o tres en el mismo día…¿los mixtos de las doce y de las cinco a ver cuál venía con más retraso?...¿el talgo de las nueve de la mañana y el de las ocho de la tarde a ver si llevaban la misma locomotora?...¿o ver si el correo de Valencia traía por casualidad algún coche de “balconcillos”…? Como se ve… ¡eran muchas las cosas importantes  que justificaban mi presencia en la estación! Y, además, me atraía el olor, ese olor mezcla de la creosota de las traviesas y de humo, un olor irrepetible y que, como muchos aficionados seguro que corroboran, crea adicción. 

Lo que no variaba era mi ubicación cuando estaba allí. Siempre al lado de donde la locomotora tenía que estacionarse. Me encantaba verla como se aproximaba lentamente, y como se paraba en medio de chispas y chirridos metálicos. A veces el maquinista o el fogonero se bajaban para efectuar alguna revisión o engrase, pero lo más normal era que se quedaran acodados en el lateral de la cabina observando la bajada y subida de viajeros y atentos a cualquier indicación que pudiera hacerles el jefe de estación o el jefe de tren. 

Salvo que por alguna razón el jefe diera el “marche el tren” con el silbato y el banderín rojo levantado desde el propio edificio de la estación, lo normal es que se dirigiera sin excesiva prisa hacia la locomotora, no sin detenerse casi siempre junto al furgón de equipajes para cambiar impresiones o documentación con el citado jefe de tren, que tenía normalmente su pequeño departamento ubicado en ese furgón. 

El lugar dónde ahora se encuentra el rótulo de la estación de Santa Cruz era donde, hace sesenta años, me estacionaba con mi bici, lo más cerca posible de las locomotoras cuando el tren iba en dirección hacia Cuenca.

Y ahora llegaba el gran momento: muchas veces desde la ubicación del furgón, y otras ya junto a la locomotora si la gestión tenía que ser con el propio maquinista, el jefe de estación soplaba su agudo silbato que era inmediatamente respondido por el más grave y profundo de la máquina. A este respecto creo recordar que, en cuanto a esa gravedad y profundidad, estaba por delante de la 1700, la Mikado, pero no estoy seguro… ¡A mí me gustaban los dos!

Entonces se abrían los purgadores y una nube blanca me envolvía rápidamente. Al tiempo, el tiro de la chimenea se fortalecía, el vapor entraba con gran fuerza en los cilindros y la biela motora empujaba a las ruedas que con frecuencia patinaban entre chirridos. En esos instantes el olor de la creosota, el del humo –distinto, naturalmente, si provenía de la combustión del carbón o del fueloil- y el del vapor rápidamente condensado, formaban una mezcla singular y profundamente adictiva que realzaba, más si cabe, aquellos momentos casi oníricos…

Una 1700 en cabeza probablemente del correo Madrid a Valencia por Cuenca estacionado en la estación de Santa Cruz de la Zarza. Yo me apostaba junto al árbol de la derecha de la foto. Al otro lado del andén central las vías de la línea de Villacañas a Santa Cruz (foto Sanz)

Poco a poco los cilindros acompasaban su ritmo con un sonido profundo y casi humano, al tiempo que las ruedas ya no patinaban. Mientras me iba recuperando del trance, desfilaban por delante los coches de viajeros o los vagones de mercancías cada vez más acelerados. Cuando ya el tren se alejaba, yo empuñaba de nuevo el manillar de la bici y comenzaba a pedalear de vuelta a casa. Supongo que el jefe de estación se preguntaría qué demonios haría el chaval que con tanta frecuencia venía y se paraba junto a las locomotoras. No sé si se contestaría algo; lo cierto es que nunca ningún ferroviario me preguntó ni me dio ningún problema. Y desde luego nadie se imaginaba la fuerza y la confianza que aquel chaval recibía de sus locomotoras.

Aquella mezcla de aromas enganchaba tanto que a veces todavía la busco. Aún existe, y si alguna vez se me ve parado junto a esa curiosa estructura de carriles y traviesas que está o estaba en el exterior de la estación de Chamartín, es porque allí, aún debilitada, la encuentro. Y si se me ve por la estación de Santa Cruz acercándome hacia los viejos árboles que están al lado de las antiguas –o actuales- Bodegas Bilbaínas  es porque, sesenta años después, todavía la siento allí. 

Las famosas "traviesas" de Agustín Ibarrola en la estación de Madrid-Chamartín. Su denominación real de esta obra es "Ola a ritmo de txalaparta" (Midir)

Veteranos aficionados y ferroviarios que amaron profundamente su profesión, seguro que comparten esta adicción a ese olor, un olor que lleva a una vivencia profunda, casi amorosa. Y coincidiremos con Lope, cuando acaba su soneto “Esto es amor” con esta frase:

Quien lo probó, lo sabe.

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3 comentarios:

  1. Yo también tengo en mi cabeza un olor ferroviario. Pero ya no viví la época del vapor. Para mi ese olor es el del gasoleo.

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  2. Muy emotivas evocaciones,Ángel,desde luego,propias de quien ama verdaderamente el ferrocarril,y tiene tanto significado,tanto visto desde los ojos de la infancia,como en la edad adulta,además,tenías un más que variopinto material ferroviario que observar,quizá más en cuanto a los vagones o furgones,y el mítico Talgo II!.Si,desde luego bien puedo suponer que aquellos aromas ferroviarios de la tracción vapor suponían algo inédito en comparación con los asepticos aromas ferroviarios actuales,y la fuerza desprendida por las locomotoras que tanto te impresionaban,lo imagino de buena manera en las imágenes actuales que adjuntas!...Personalmente,nunca conocí el vapor en servicio,pero,si tuviera que recrear un aroma que nunca he olvidado,sería esa sensación cálida y aromática de motores eléctricos,combinada con ese aroma a grasa de las japonesas 269,mis admiradas "verdes",despues de 40 años,permanece aún perenne en las 269 de las distintas operadoras privadas,como un pequeño "lujo"aún disfrutar de su presencia que me sigue emocionando...

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