domingo, 25 de agosto de 2024

Recuerdos del tren (V): El tren de las nueve

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EL TREN DE LAS NUEVE


A veces no iba a la estación a ver el tren –o quizás sea más correcto decir a ver a la locomotora- sino a viajar en él. Teníamos familia en Toledo y varias veces al año pasábamos algún tiempo con ella. Incluso en alguna ocasión el viaje era de ida y vuelta en el mismo día ya que mi padre tenía que resolver allí algunos asuntos rápidos y me llevaba de acompañante. Otras veces tocaba ir a Madrid con mi madre para hacer algunas compras o resolver asuntos médicos. En cualquier caso todos los viajes tenían como elemento común coger el tren de las nueve. 

Todo el mundo lo conocía por ese nombre si bien su llegada oficial a la estación de Santa Cruz era a las nueve menos veinte de la mañana. Era el primer tren del día; salía de Cuenca hacia las seis de la mañana y en el lenguaje de RENFE era nada menos que el “semidirecto” Cuenca-Madrid, dado que, a partir de Aranjuez, ya no tenía ninguna parada oficial hasta la capital. Cuántas veces he imaginado, casi como si fuera el inicio de una epopeya, la salida de Cuenca en la oscura noche invernal y con los coches todavía casi helados arrastrados por una locomotora que había permanecido toda la noche encendida para asegurar su buen funcionamiento en esas profundas horas de la madrugada.

       Horarios del "tren de las nueve" en 1954 (a primeros de los sesenta se mantenía prácticamente igual)

Ya a las ocho de la mañana aparecían por la estación los más madrugadores. Normalmente eran personas que no viajaban pero que querían participar en ese ambiente que se iba creando poco a poco y que por unos pocos minutos convertía a la estación en el lugar de reunión de las fuerzas vivas del pueblo. Sobre las ocho y cuarto u ocho y veinte llegaba “La Raspa”, aquella vieja camioneta Chevrolet verde que transportaba, con no pocas dificultades, a las personas que subían desde la plaza. También llegaba algún que otro coche o carretín con caballo trotón trayendo viajeros desde alguna finca cercana. 

En el andén y en el vestíbulo del edificio entraban en animada charla gentes del campo, maestros que iban a Toledo o a Ocaña, alguno de los curas que se dirigía al arzobispado toledano y no solía faltar a la cita la pareja de la Guardia Civil; a aquella hora, la estación era el gran mentidero del pueblo. Por allí andaba también una figura clave: Luis el ordinario que, día a día, recibía los encargos más variopintos para Madrid, pero Luis merece un capítulo aparte.

A las ocho y veinte todo el mundo estaba pendiente de la “salida”. Cuando el tren arrancaba de Tarancón, la estación anterior, el jefe de la de Santa Cruz tocaba la campanilla, señal inequívoca de que en veinte minutos llegaría el “semidirecto”. Entonces todo el ambiente se transformaba. Los viajeros corrían a comprar los billetes en la taquilla, algunos hombres sacaban su reloj de cadena del bolsillo y lo miraban con gesto complacido o displicente según si había retraso o no. El guardagujas montaba en su bici y se iba hacia la casilla del cambio. Los más rezagados llegaban corriendo tras haber oído la campanilla a lo lejos y muchos buscaban afanosamente a Luis para darle los últimos encargos. Mientras tanto, un padre señalaba a su hijo el horizonte dirigiendo el dedo hacia aquel punto en el que tendría que verse ya el penacho de humo de la locomotora a medio camino entre un pueblo y otro.

Al fin, el tren de las nueve aparecía por la curva del paso a nivel con su locomotora Mikado negra y reluciente en cabeza. De pronto, abandonaba en las agujas la vía directa,  se desviaba hacia la del andén principal y por un momento parecía que se iba a echar encima de todos los que esperaban. Retomaba de nuevo su dirección y entraba en la estación, majestuosa, chirriante y plena de vapor. En la cabina, el maquinista y el fogonero, manejando frenos y regulador, aparecían a mis ojos como los héroes de esa epopeya iniciada en Cuenca casi tres horas antes. Tras la máquina y el tender, los furgones de mercancías y de correos, tres o cuatro coches de tercera clase y uno de segunda. Estos coches eran siempre de madera y con frecuencia de “balconcillos” aunque a veces aparecían, o se mezclaban con ellos, los “verderones”, también  de madera, aunque forrados de chapa metálica verde y con pasillo lateral. Pero a ellos me referiré también más adelante.

Todo eran carreras en ese momento. Algunos viajeros habían averiguado al paso del tren qué coches iban mas vacíos y se dirigían a ellos; Luis se encaminaba con su carricoche y su ayudante, con toda calma, hacia su posición habitual; algunos niños tiraban de la manga de la chaqueta de  su padre porque querían subir en un coche de los de balconcillos con unas ventanillas mucho más bajas y asequibles. Llegaba corriendo algún rezagado que se montaba sin billete bajo la mirada amonestadora del jefe de estación que ya, con gorra y banderín rojos, se dirigía lentamente hacia la locomotora para dar la salida.
 

El “tren de las nueve” entra en la estación de Santa Cruz (Santiago Almarza)

Tras los pitidos de rigor, el tren de las nueve se iba alejando lentamente, el jefe de estación comunicaba la salida a la estación siguiente, Villarrubia, y las personas que no habían viajado emprendían el retorno hacia el pueblo. 

Aunque no lo sé con seguridad es muy probable que éste fuera "el tren de las nueve" entrando en Madrid, algo antes de las once de la mañana. Tenía la típica composición de ese tren: locomotora Mikado, vagón de mercancías, furgón de equipajes y de jefe de tren (asomado en la puerta), coche correo, un "verderón" y tres "costa" (mis preferidos) (Atocha 1961/Harald Navé)


Poco a poco la estación quedaba en silencio y ya solo se escuchaba el canto de algún pájaro y quizás alguna queda y lejana conversación en el despacho del jefe. Luego, a la noche, el semidirecto retornaría hacia Cuenca; era entonces también el “tren de las nueve” pero, en este caso, el de las nueve de la noche. Volvían muchas de las personas que habían viajado por la mañana, pero ahora, en esta hora tardía y ya cansados, no era momento de charlas sino de despedidas rápidas. Luis el ordinario, con su carricoche, cerraba la comitiva hacia el pueblo. Volvería por la mañana. 

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1 comentario:

  1. Muy emotiva evocación y semblanza de aquel delicioso ambiente ferroviario,como un pequeño "mundillo"tan cotidiano,pero,a la vez tan particular,donde cada "pieza"iba encajando y cobrando vida a través de las diferentes personas que formaban parte de él,llegando al final de la jornada y volviéndose a iniciar al día siguiente,con el ferrocarril como el mejor "telón de fondo"...Lo puedo imaginar perfectamente,sobre todo en esa deliciosa ilustración,y al leer estas líneas,todo ese ambiente del "tren de las 9"que permanece en tu memoria como un imperecedero reducto de las emociones...

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