domingo, 29 de septiembre de 2024
Recuerdos del tren (X): Revisores
domingo, 22 de septiembre de 2024
Recuerdos del tren (IX): El hombre de las rifas o el hermano de Noé
9
EL HOMBRE DE LAS RIFAS O EL HERMANO DE NOÉ
Pues bien, el que mis padres decidieran participar o no en el sorteo dependía de si íbamos a Madrid o a Toledo. Si era a Toledo había que bajarse enseguida en Aranjuez para transbordar al “Turista” y no nos daba tiempo. Si era a Madrid sí solíamos participar, quizás sin muchas ganas… pero nos había regalado caramelos…y, además, era el hermano de Noé…
Pliegos de pequeñas cartas para las rifas
El hermano de Noé iba recorriendo sucesivos vagones hasta que lograba vender todas las tiras. Cuando lo conseguía buscaba “una mano inocente” -que solía ser la de un niño o niña- y le pedía que sacara un número de una bolsa que llevaba consigo, o bien que eligiera una carta de una baraja. A continuación llegaba un nuevo recorrido por los vagones anunciando a voz en grito el número o la carta ganadora. Muchas personas rebuscaban en los bolsillos a ver donde habían echado la tira de papel, hasta que alguien gritaba “Aquí, aquí”. Nuestro hombre le entregaba el lote de golosinas o quizás una pequeña botella de licor –tengo la sensación de que te daba a escoger- y al ganador se le iluminaba el rostro. El día había empezado bien. Pero, a veces tardaba en llegar de vuelta a nuestro vagón y eso era señal inequívoca de que el premio ya había caído en otro.
Dado el ambiente que se creaba en aquellos vagones de tercera donde todo se compartía, la tortilla de patatas, los humos del tabaco, las toses y hasta los secretos, el ganador se veía obligado a invitar. Algunas personas le contestaban “No, muchas gracias, guárdelo para sus chicos”, pero otros aceptaban la invitación y la bolsa de almendras o caramelos empequeñecía con rapidez. Si el premio era la garrota de dulce –a veces de buen tamaño- la compartición era más complicada y a veces lograba salir incólume de la invitación. Y entonces yo me preguntaba que haría todo el día por Madrid el señor o la señora con la garrota encima…porque ¡se la tendría que llevar a sus chicos aunque no volviera hasta la noche!
Si la rifa había ido rápida todavía tenía tiempo nuestro hombre de organizar otra. Debía ser con rapidez porque cuando el tren, ahora a buena marcha y sin paradas oficiales entre Aranjuez y Madrid, rebasaba Getafe y se acercaba a Villaverde, todo el mundo recogía sus trastos y se preparaba para bajar en Atocha.
Nunca supe que haría en Madrid el hombre de las rifas hasta su retorno de nuevo por la noche a Ocaña. Cabe pensar que tendría otro trabajo allí porque los beneficios de la rifa no podían ser muy grandes. En el viaje de vuelta, a veces le veía y a veces no, y tampoco tengo muy claro si volvía a organizar otra rifa; supongo que ya a esas horas y con el cansancio del día, la gente no estaría muy participativa.
Mientras yo seguía buscando al ganador de la garrota de dulce, nuestro hombre se bajaba en Ocaña. Le veía marchar pero estaba seguro que volvería a encontrarle en el próximo viaje y que habría alguien, cerca de nosotros, que comentaría en voz baja, como si de un saber oculto se tratara, aquello de “es el hermano de Noé, el sastre”
domingo, 15 de septiembre de 2024
Recuerdos del tren (VIII): Luis, el ordinario
8
LUIS, EL ORDINARIO
“Costas” y “verderones” eran los escenarios del viaje y ya han quedado presentados. Es tiempo ahora de hablar de algunos de los actores. Los había que casi nunca “actuaban”: eran personas que solo viajaban por necesidad, en ocasiones muy puntuales, y para los que el viaje, aunque fuera a un lugar cercano, era poco menos que una aventura. Otros lo hacían más o menos esporádicamente por cuestiones de trabajo, familia o salud. Sin embargo algunos aparecían en el escenario prácticamente todos los días: entre los actores fijos de Santa Cruz estaba Luis, el ordinario. Ya me he referido a él en algún capítulo anterior y ello es muestra de la fascinación que ejercía y sigue ejerciendo sobre mí.
En aquellos años cincuenta y primeros sesenta el viaje no constituía en general ninguna actividad hecha por placer o diversión, y además los billetes de RENFE sin ser caros, sobre todo en tercera, no estaban al alcance de todos los bolsillos. Por tanto los viajes se evitaban, sobre todo si el motivo no era urgente o de importancia. Sin embargo, sí se necesitaba de vez en cuando, o incluso de manera periódica, alguna gestión o compra en Madrid o el envío de paquetes de todo tipo, fundamentalmente comida o ropa entre familiares, dada la relativa penuria que todavía existía en la sociedad. Como, lógicamente, no era cuestión de efectuar un viaje siempre que ello ocurría, se recurría a los llamados “ordinarios”.
Los “ordinarios” o “recaderos” –siempre entendí esta segunda denominación pero nunca del todo la primera- eran personas que se trasladaban a Madrid desde los pueblos prácticamente todos los días, excepto los festivos, y a los que se encargaban estas tareas o gestiones mediante el pago de algún dinero, siempre un importe muy inferior al costo del billete. Normalmente tenían personas que les ayudaban tanto en el pueblo como en Madrid para recoger encargos, realizarlos y, en su caso, repartir después lo que fuera menester.
Aunque creo que en Santa Cruz había en aquellos tiempos dos ordinarios, para mí el ordinario por definición era siempre Luis. Me producía una extraña fascinación y no poca envidia ver que todos los días viajaba a Madrid en mi querido tren de las nueve y volvía en el no menos querido de las nueve de la noche.
La jornada de Luis debía empezar muy pronto por la mañana porque tenía que llegar a la estación no después de las ocho y media. Aparecía por allí más o menos a esa hora acompañado a veces de un ayudante y empujando siempre un carrillo de mano donde llevaba distintos paquetes, sobres o cualquier tipo de utensilios que formase parte de las gestiones que tenía que hacer ese día en Madrid. Y con frecuencia también viajaban en el carrillo sacas redondas -y más bien mugrientas- donde iban las latas de las películas que se iban a proyectar en el cine o acababan de serlo y que tenían que devolverse a las oficinas de la distribuidora.
Luis "el ordinario" (acuarela de Santiago Almarza)
Ya en la estación siempre solía haber alguna o algunas personas esperándole para darle un último encargo y solían permanecer en animada charla hasta que la Mikado entraba con su tren ya por la vía desviada con sus humos, vapores y chirridos.
Siempre será una duda para mí saber si Luis prefería “costas” o “verderones”, o sí incluso llegó a saber alguna vez que se llamaban así. Lo que sí sabía Luis era en qué punto exacto del tren le convenía subir para acelerar al máximo su trabajo. Normalmente lo hacía con rapidez y el ayudante le daba desde abajo por la ventanilla los distintos bultos que tenía que llevar. Y Luis seguro que se sabía ya todos los trucos para colocarlos en aquellos estrechos habitáculos con rapidez y maestría. Ya iniciado el viaje sacaba del bolsillo su libreta, repasaba las tareas y planificaba el día. Y no era raro que en el tren todavía pudiera recibir algún encargo más.
No estoy seguro de sí tenía algún ayudante esperándole en la estación de Atocha pero desde luego sí que lo tenía en una pensión u hostal cercano a la estación. “Paraba” allí (así se decía) que era donde tenía establecida su base de operaciones. Una vez en ella, hacía el reparto de tareas y, tanto él como el o los ayudantes, se dispersaban por Madrid para llevar a cabo “los recados”.
Mientras tanto por su casa de Santa Cruz iban pasando las personas que le habían hecho encargos en días anteriores y eran atendidas por su mujer que distribuía, explicaba, cobraba, y recibía nuevos encargos o algunas reclamaciones.
Ya por la tarde, supongo que a eso de las seis porque el tren de vuelta salía un poco antes de las siete, Luis volvía a Atocha, localizaba al semidirecto –bien sabía él donde lo solían colocar- y subía con sus bultos a uno de los últimos coches, ya que esa ubicación le facilitaba la rápida descarga en Santa Cruz. Una vez llegado, procedía a la descarga de paquetes, normalmente muchos más que a la ida, utilizando nuevamente el camino directo de la ventanilla y con la colaboración de su ayudante santacrucero. De nuevo el carrillo se iba llenando al tiempo que llegaba alguien con prisas para recibir cuanto antes su encargo. Luis atendía y explicaba o razonaba. Mientras tanto el tren ya arrancaba, la “raspa”, renqueante, volvía a la plaza con sus viajeros mientras que otros volvían a casa caminando, A continuación Luis, su ayudante y su carrillo… ¿quizás con nuevas películas? cerraban el grupo con paso decidido. Pero a veces no eran los últimos; un chaval con su bici iba lentamente detrás de ellos sintiendo una fascinación, un respeto…quien sabe si un cariño…que todavía permanece y que nunca llegó a explicarse del todo.
domingo, 8 de septiembre de 2024
Recuerdos del tren (VII): En "verderón" no, por favor
domingo, 1 de septiembre de 2024
Recuerdos del tren (VI): ¡Qué manía con la ventanilla!
6
¡QUÉ MANÍA CON LA VENTANILLA!
Comentaba en el capítulo anterior que una vez parado el tren en la estación había un rápido movimiento de personas buscando el vagón que más le convenía, bien porque pareciera que iba más vacío o porque quedaba mejor situado para sus necesidades o planes de viaje. Mis padres también se movían…pero era yo el que frecuentemente les arrastraba tirando de la mano buscando “un vagón de balconcillos”, que era en el que yo quería subir mientras mi padre refunfuñaba diciendo ¡Pero qué más dará! No era para tanto; en realidad esta situación solo se daba con el semidirecto de Cuenca, que podría llevarlos o no; no había problemas con el correo de Valencia porque nunca los llevaba ni con los mixtos entre Aranjuez y Cuenca porque éstos siempre los traían.
En aquella época yo no tenía ni idea de que esos “vagones” eran conocidos por “costas” y más aún que los “vagones de viajeros” no eran “vagones” sino “coches de viajeros”. Tampoco sabía que esos coches habían sido la apuesta de la compañía MZA para modernizar sus trenes de corta distancia; que habían sido construidos entre 1914 y 1928 en número no menor de cuatrocientos y que de ellos trece eran mixtos de primera y segunda clase, 18 de segunda y tercera, 140 de segunda y más de 200 de tercera clase; y que una de las primeras líneas que recorrieron era la que iba paralela a la costa entre Barcelona y Mataró, y de ahí, el apelativo de “costas”. Lo que si hubiera entendido es que su bastidor era metálico ya que sus grandes vigas laterales casi quedaban a la altura de mis ojos de niño cuando los veía y que la caja era de madera porque el color marrón característico del revestimiento con listones de madera de teca era su señal de identidad, la que yo buscaba afanosamente cuando el tren entraba en la estación.
Pero ¿por qué tenía esta fijación por viajar en “costas”? Pues porque en ellos era donde podía disfrutar profundamente del viaje. Con su pasillo central y sus asientos de madera enfrentados en grupos de dos y de tres, tenían entre ellos unas ventanillas muy bajas y además el cristal descendía completamente. Ello, además de permitirme una excelente visibilidad, me posibilitaba poder asomarme con mucha facilidad, casi con medio cuerpo fuera, y ver a la locomotora tomar las curvas contemplando el movimiento de las bielas; algo que hoy, en el caso de que las ventanillas siguieran siendo practicables hubiera estado absolutamente prohibido…y probablemente con mucha razón. Sí es verdad que en los frontales de los coches había un cartel que decía “Es peligroso asomarse al exterior” como había otro con la inscripción de “Se prohíbe escupir en los coches”. Pero eso, había….
Conseguido que subiéramos al coche de balconcillos, yo seguía tirando de la mano de mis padres. Y ahora ¿por qué? Pues porque había que encontrar un departamento con las ventanillas libres o, al menos, una de ellas. Yo oteaba el horizonte buscando una zona donde no se vieran cabezas y donde había escasez de ellas, o incluso ninguna, me iba allí derecho. A veces todo iba bien y rápidamente me acomodaba en mi ventanilla, pero otras veces…¡horror!….el departamento estaba vacío porque había un escape de la calefacción de vapor con un gran charco de agua en el suelo…o porque algún viajero anterior había tenido un mal despertar….y en el suelo quedaba la prueba. La jugada tenía mucho riesgo porque, si pasaba eso, el resto de los viajeros ya había ido ocupando otros sitios –y ventanillas- libres y teníamos que sentarnos dónde pudiéramos….mientras alguien muy cercano refunfuñaba por lo bajo ¡Qué manía de ventanillas! A veces algún viajero se daba cuenta de la situación y me ofrecía la suya, cosa que yo –y mis padres- agradecíamos profundamente.
Pero esto del coche de balconcillos podía tener dos variantes: una buena y otra mala. La “mala” es que, aunque ocurriera muy pocas veces, podía venir un “balconcillos” de la antigua compañía del Norte, mucho más destartalado e incómodo que los de MZA, con lo cual todo mi esfuerzo no había servido para nada. La “buena” es que montáramos en un “costa” pero de los de segunda clase, bien porque el tren no trajera de tercera o bien porque por alguna circunstancia el revisor nos invitara a cambiar de coche. Los “costas” de segunda tenían unos asientos acolchados comodísimos en los que te hundías un poco y te acogían con gran comodidad. Su tela era de un color poco definido como de un gris azulado al que me temo que se unía, para ennegrecerlo un poco, el poso de tantas y tantas “humanidades” que se habían sentado sobre ellos. Pero un niño no pensaba en eso; y menos en aquella época.
Muchos años después he viajado en el tren de la fresa para recordar todas aquellas sensaciones. De los cuatro “costas” que nos quedan tengo especial cariño por el CC 2439 ya que recuerdo que viajé en él y que era uno de los “costa” que más pasaba por Santa Cruz. Recordé, pero ya no era igual: con asientos preasignados, ventanillas clausuradas, o que no bajan del todo, y personas –y personajes- tan distintos, las sensaciones ya no son las mismas. Además, ahora ya no puedes “asomarte al exterior” como antes ni hay nadie que te diga ¡Qué manía con la ventanilla!