domingo, 29 de septiembre de 2024

Recuerdos del tren (X): Revisores

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REVISORES



Es verdad que su nombre oficial era y sigue siendo el de interventores pero en aquella época y en aquellos trenes nos referíamos siempre a ellos como revisores. Recuerdo algunas  expresiones como éstas:

-Prepara el billete que viene el revisor

-No te vayas ahora al servicio que va a venir el revisor

- ¡Señora, que se calle ese niño, que se lo voy a tener que decir al revisor!

- Ufff…como casi no llegaba y no he podido comprar el billete, el revisor me va a cobrar doble…

- Pregúntale al revisor si vamos a llegar a tiempo de empalmar con el rápido de Málaga.

- Caballero, esos bultos suyos se van a caer. Colóquelos bien o se lo tendré que decir al revisor

O bien, las del propio revisor:

- Pueden pasar ustedes al siguiente vagón, aunque sea de segunda, no se preocupen, que aquí no caben más personas…

-¿Podrían hacer un poco de sitio para este niño, por favor?

Aunque el tren llevaba su “jefe de tren”, su alma mater era el revisor. Picaba billetes, saludaba a tantos y tantos conocidos, acomodaba a las personas lo mejor posible, solucionaba como podía los pequeños entuertos sobre sitios o equipajes, recorría los vagones comunicando de viva voz cualquier incidencia, permanecía durante las paradas en el andén junto al jefe de estación asegurándose que todo estaba ya en orden para la partida, e incluso solía despedirse de muchos de los viajeros con un ¡Venga, hasta la noche!, ¡Qué se dé bien el día! o  ¡A ver si nos vemos pronto otra vez!

Antiguo revisor de RENFE (Vía Libre)


Dado mi cariño y casi mi adicción por los trenes y sus gentes, no es difícil imaginar que el revisor fuera para mí casi un semidios, un ser absolutamente admirable, y que estuviera siempre atento a lo que pudiera hacer o decir. Quizás por eso, todavía recuerdo a la perfección a tres de ellos, supongo que de la residencia de Cuenca, que eran los que solían ocuparse del semidirecto Cuenca-Madrid, del mixto Cuenca-Aranjuez y de sus inversos; servicios que, supongo, también simultaneaban con los de los trenes entre Cuenca y Valencia. Donde no viajaban era en el correo Madrid-Valencia porque los revisores que veía en él, bien con motivo de algún viaje o en mis numerosas visitas a la estación, nunca me resultaron conocidos. Probablemente pertenecían a las residencias de Madrid o Valencia y pasarían muchos de ellos por ese servicio.

Pero volviendo a mis revisores conquenses, de los que desgraciadamente nunca supe el nombre,  al que recuerdo más y con más cariño era a uno de ellos, ejemplo de afabilidad y simpatía personificada. Llegaba siempre sonriente, saludando a todo el mundo, interesándose por los problemas que pudieran tener los viajeros y de la comodidad de sus viajes y resolviendo con diplomacia, cercanía y respeto cualquier problema que pudiera suscitarse. Cuando llegábamos a Madrid o incluso a Santa Cruz, no era raro que apareciese despidiéndose, siempre con la misma simpatía con que había empezado el día.

Recuerdo a otro de ellos, algo más grueso, de no muchas palabras y quizás no tan cercano, pero siempre atento y resolutivo, y a otro más, más alto, de suave sonrisa aunque bastante callado, que siempre mostraba mucha paz en su rostro y que también se desvivía por los viajeros y porque el viaje resultara agradable. 

Qué sorprendente y también que sugerente que estas personas con las que tan poco se ha convivido y de las que no se llegará a conocer ni su nombre puedan quedar tan profundamente grabadas en la mente de un niño como si fueran de su propia familia. Y es que lo eran, aunque no de su familia de sangre. Pero, al menos, del señor Moreno, al que conocí años más tarde cuando ya estudiaba el bachillerato superior en el Instituto de Toledo, sí que llegué a conocer su apellido y quizás también el nombre, que probablemente era Agapito. El señor Moreno era un veterano revisor toledano que muchas veces prestaba servicio en un tren corto que salía de Aranjuez hacia Toledo poco antes de las ocho de la tarde, pero que, además -ahí es nada- era tío de un muy querido compañero de mi Instituto. 

Yo tomaba muchas veces ese tren los domingos por la noche cuando retornaba a Toledo tras pasar el fin de semana en Santa Cruz. Salía del pueblo en el correo de Valencia a Madrid que pasaba sobre las siete menos veinte y llegaba a Aranjuez a las siete y media. Mi ánimo solía andar un poco bajo porque, apegado a mis padres y a mi casa, me suponía una gran tristeza volver a Toledo. Todo nostálgico, y a veces medio lloroso, me apeaba en Aranjuez y por el pasadizo subterráneo, siempre con su luz mortecina pero con sus hermosos azulejos, me dirigía al andén donde ya estaba formado el tren de Toledo. Sobre todo en invierno la imagen que encontraba aumentaba más mi tristeza: en un andén casi a oscuras, el vapor y el humo de la máquina –que debía ser una Linke-Hoffman tipo 230- y los resplandores pulsantes de su fuego ofrecían una sensación y un ambiente absolutamente de soledad y nostalgia, que luego, muchos años después, vi perfectamente reflejado en esa intimista pero gran película inglesa que se llama “Breve encuentro”. 
Una "Linke-Hoffman" en la estación de Toledo en el verano de 1962 (Harald Navé)

Sin embargo, había algo que me daba ánimos: subiría al tren y allí estaría el señor Moreno, el tío de mi mejor amigo. Y aunque no hablara nada con él –de hecho solo lo hice un par de veces en conversaciones muy fugaces- sentía el calor de un revisor que, además, de algún modo, era también mi familia.

domingo, 22 de septiembre de 2024

Recuerdos del tren (IX): El hombre de las rifas o el hermano de Noé

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EL HOMBRE DE LAS RIFAS O EL HERMANO DE NOÉ

No solo era Luis el ordinario uno de los personajes habituales, casi icónicos del semidirecto de Cuenca a Madrid, o tren de las nueve para los santacruceros. Había otro que quizás no viajara todos los días como Luis, pero sí con mucha frecuencia. Tras pasar Villarrubia de Santiago y Noblejas, pueblo al que mi padre siempre se refería -y nunca llegué a saber exactamente la razón- como “el de las niñas guapas”, llegaba el tren a Ocaña y yo quedaba a la espera de verle aparecer. Unas veces me asomaba a la ventanilla si la tenía disponible y, si no era así, aguardaba a verle llegar por mi vagón (ya sé que es “coche”, pero en aquella época todos nos referíamos a ellos como vagones).

Pues bien, el que mis padres decidieran participar o no en el sorteo dependía de si íbamos a Madrid o a Toledo. Si era a Toledo había que bajarse enseguida en Aranjuez para transbordar al “Turista” y no nos daba tiempo. Si era a Madrid sí solíamos participar, quizás sin muchas ganas… pero nos había regalado caramelos…y, además, era el hermano de Noé…

Pliegos de pequeñas cartas para las rifas

El hermano de Noé iba recorriendo sucesivos vagones hasta que lograba vender todas las tiras. Cuando lo conseguía buscaba “una mano inocente” -que solía ser la de un niño o niña- y le pedía que sacara un número de una bolsa que llevaba consigo, o bien que eligiera una carta de una baraja. A continuación llegaba un nuevo recorrido por los vagones anunciando a voz en grito el número o la carta ganadora. Muchas personas rebuscaban en los bolsillos a ver donde habían echado la tira de papel, hasta que alguien gritaba “Aquí, aquí”. Nuestro hombre le entregaba el lote de golosinas o quizás una pequeña botella de licor –tengo la sensación de que te daba a escoger- y al ganador se le iluminaba el rostro. El día había empezado bien. Pero, a veces tardaba en llegar de vuelta a nuestro vagón y eso era señal inequívoca de que el premio ya había caído en otro.

Dado el ambiente que se creaba en aquellos vagones de tercera donde todo se compartía, la tortilla de patatas, los humos del tabaco, las toses y hasta los secretos, el ganador se veía obligado a invitar. Algunas personas le contestaban “No, muchas gracias, guárdelo para sus chicos”, pero otros aceptaban la invitación y la bolsa de almendras o caramelos empequeñecía con rapidez. Si el premio era la garrota de dulce –a veces de buen tamaño- la compartición era más complicada y a veces lograba salir incólume de la invitación. Y entonces yo me preguntaba que haría todo el día por Madrid el señor o la señora con la garrota encima…porque ¡se la tendría que llevar a sus chicos aunque no volviera hasta la noche!

Si la rifa había ido rápida todavía tenía tiempo nuestro hombre de organizar otra. Debía ser con rapidez porque cuando el tren, ahora a buena marcha y sin paradas oficiales entre Aranjuez y Madrid, rebasaba Getafe y se acercaba a Villaverde, todo el mundo recogía sus trastos y se preparaba para bajar en Atocha. 

Nunca supe que haría en Madrid el hombre de las rifas hasta su retorno de nuevo por la noche a Ocaña. Cabe pensar que tendría otro trabajo allí porque los beneficios de la rifa no podían ser muy grandes. En el viaje de vuelta, a veces le veía y a  veces no, y tampoco tengo muy claro si volvía a organizar otra rifa; supongo que ya a esas horas y con el cansancio del día, la gente no estaría muy participativa. 

Mientras yo seguía buscando al ganador de la garrota de dulce, nuestro hombre se bajaba en Ocaña. Le veía marchar pero estaba seguro que volvería a encontrarle en el próximo viaje y que habría alguien, cerca de nosotros, que comentaría en voz baja, como si de un saber oculto se tratara, aquello de “es el hermano de Noé, el sastre”


domingo, 15 de septiembre de 2024

Recuerdos del tren (VIII): Luis, el ordinario

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LUIS, EL ORDINARIO

“Costas” y “verderones” eran los escenarios del viaje y ya han quedado presentados. Es tiempo ahora de hablar de algunos de los actores. Los había que casi nunca “actuaban”: eran personas que solo viajaban por necesidad, en ocasiones muy puntuales, y para los que el viaje, aunque fuera a un lugar cercano, era poco menos que una aventura. Otros lo hacían más o menos esporádicamente por cuestiones de trabajo, familia o salud. Sin embargo algunos aparecían en el escenario prácticamente todos los días: entre los actores fijos de Santa Cruz estaba Luis, el ordinario. Ya me he referido a él en algún capítulo anterior y ello es muestra de la fascinación que ejercía y sigue ejerciendo sobre mí.

En aquellos años cincuenta y primeros sesenta el viaje no constituía en general ninguna actividad hecha por placer o diversión, y además los billetes de RENFE sin ser caros, sobre todo en tercera, no estaban al alcance de todos los bolsillos. Por tanto los viajes se evitaban, sobre todo si el motivo no era urgente o de importancia. Sin embargo, sí se necesitaba de vez en cuando, o incluso de manera periódica, alguna gestión o compra en Madrid o el envío de paquetes de todo tipo, fundamentalmente comida o ropa entre familiares, dada la relativa penuria que todavía existía en la sociedad. Como, lógicamente, no era cuestión de efectuar un viaje siempre que ello ocurría, se recurría a los llamados “ordinarios”.

Felicitación navideña de un "ordinario" o "recadero"

Los “ordinarios” o “recaderos” –siempre entendí esta segunda denominación pero nunca del todo la primera- eran personas que se trasladaban a Madrid desde los pueblos prácticamente todos los días, excepto los festivos, y a los que se encargaban estas tareas o gestiones mediante el pago de algún dinero, siempre un importe muy inferior al costo del billete. Normalmente tenían personas que les ayudaban tanto en el pueblo como en Madrid para recoger encargos, realizarlos y, en su caso, repartir después lo que fuera menester.

Aunque creo que en Santa Cruz había en aquellos tiempos dos ordinarios, para mí el ordinario por definición era siempre Luis. Me producía una extraña fascinación y no poca envidia ver que todos los días viajaba a Madrid en mi querido tren de las nueve y volvía en el no menos querido de las nueve de la noche. 

La jornada de Luis debía empezar muy pronto por la mañana porque tenía que llegar a la estación no después de las ocho y media. Aparecía por allí más o menos a esa hora acompañado a veces de un ayudante y empujando siempre un carrillo de mano donde llevaba distintos paquetes, sobres o cualquier tipo de utensilios que formase parte de las gestiones que tenía que hacer ese día en Madrid. Y con frecuencia también viajaban en el carrillo sacas redondas -y más bien mugrientas- donde iban las latas de las películas que se iban a proyectar en el cine o acababan de serlo y que tenían que devolverse a las oficinas de la distribuidora. 

Luis "el ordinario" (acuarela de Santiago Almarza)


Ya en la estación siempre solía haber alguna o algunas personas esperándole para darle un último encargo y solían permanecer en animada charla hasta que la Mikado entraba con su tren ya por la vía desviada con sus humos, vapores y chirridos.

Siempre será una duda para mí saber si Luis prefería “costas” o “verderones”, o sí incluso llegó a saber alguna vez que se llamaban así. Lo que sí sabía Luis era en qué punto exacto del tren le convenía subir para acelerar al máximo su trabajo. Normalmente lo hacía con rapidez y el ayudante le daba desde abajo por la ventanilla los distintos bultos que tenía que llevar. Y Luis seguro que se sabía ya todos los trucos para colocarlos en aquellos estrechos habitáculos con rapidez y maestría. Ya iniciado el viaje sacaba del bolsillo su libreta, repasaba las tareas y planificaba el día. Y no era raro que en el tren todavía pudiera recibir algún encargo más.

No estoy seguro de sí tenía algún ayudante esperándole en la estación de Atocha pero desde luego sí que lo tenía en una pensión u hostal cercano a la estación. “Paraba” allí (así se decía) que era donde tenía establecida su base de operaciones. Una vez en ella, hacía el reparto de tareas y, tanto él como el o los ayudantes, se dispersaban por Madrid para llevar a cabo “los recados”.

Mientras tanto por su casa de Santa Cruz iban pasando las personas que le habían hecho encargos en días anteriores y eran atendidas por su mujer que distribuía, explicaba, cobraba, y recibía nuevos encargos o algunas reclamaciones.

Ya por la tarde, supongo que a eso de las seis porque el tren de vuelta salía un poco antes de las siete, Luis volvía a Atocha, localizaba al semidirecto –bien sabía él donde lo solían colocar- y subía con sus bultos a uno de los últimos coches, ya que esa ubicación le facilitaba la rápida descarga en Santa Cruz. Una vez llegado, procedía a la descarga de paquetes, normalmente muchos más que a la ida, utilizando nuevamente el camino directo de la ventanilla y con la colaboración de su ayudante santacrucero. De nuevo el carrillo se iba llenando al tiempo que llegaba alguien con prisas para recibir cuanto antes su encargo. Luis atendía y explicaba o razonaba. Mientras tanto el tren ya arrancaba, la “raspa”, renqueante, volvía a la plaza con sus viajeros mientras que otros volvían a casa caminando, A continuación Luis, su ayudante y su carrillo… ¿quizás con nuevas películas? cerraban el grupo con paso decidido. Pero a veces no eran los últimos; un chaval con su bici iba lentamente detrás de ellos sintiendo una fascinación, un respeto…quien sabe si un cariño…que todavía permanece y que nunca llegó a explicarse del todo.


domingo, 8 de septiembre de 2024

Recuerdos del tren (VII): En "verderón" no, por favor

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EN “VERDERÓN” NO, POR FAVOR


Comentaba en el capítulo anterior cuál era el tipo de coche de viajeros que buscaba desaforadamente cuando el tren entraba en la estación pero no he dicho de cuál huía como del pedrisco. Pues huía de los “verderones”. 

Naturalmente yo tampoco tenía idea de que se llamaran así y menos todavía que habían sido introducidos por MZA en sus líneas de largo recorrido, casi al mismo tiempo que los “costa”. Lo que sí sabía es que si montábamos en alguno de ellos me esperaba un viaje aburridísimo. 

"Verderón" de 3ª clase (CARRIL)

La verdad es que la imagen externa no era mala. Aunque la caja era de madera, iba forrada de chapa verde –de ahí su denominación- y daba una cierta imagen de modernidad. No tenían balconcillos sino unos pequeños habitáculos cerrados de entrada en cada extremo y de ellos arrancaba un largo pasillo lateral bastante estrecho que conectaba los diez departamentos del coche. Cada departamento tenía dos bancos enfrentados, con la banqueta y el respaldo forrados de aquel extraño material llamado gutapercha y ligeramente rellenos, muy ligeramente, con crin. Esa gutapercha era la mar de desagradable en cualquier época del año: fría en invierno y nada transpirable en verano, con lo cual en esa época te quedabas literalmente pegado al asiento y más si tenías como yo pantalón corto. Todo el interior del coche estaba pintado en un color crema muy claro, casi blanco, que daba un poco la impresión como de  coche hospital.

Otro "verderón" en 1965 (J. L. Torres)

En cada banco cabían cinco o seis personas separadas por una muy pequeña distancia de las del banco de enfrente, con lo cuál te tragabas conversaciones, estornudos y casi la comida que pudieran estar tomando. Las ventanillas –una veces una y otras dos- quedaban al fondo, casi inaccesibles y casi siempre ocupadas. Además, en caso de que hubiera sitio libre junto a ellas -o te lo dejaran graciosamente- casi no valía la pena: quedaban bastante altas y además no bajaban del todo, con lo cual si te querías asomar tenías que ponerte de rodillas disparando rápidamente los comentarios de tus padres o de algún otro adulto del departamento: “Niño, no molestes”, ¡Qué vas a manchar el asiento, baja de ahí! O “ni se te ocurra asomarte a la ventanilla”…comentarios que nunca se daban en los “costa”, dado lo accesible de las ventanillas, la cercanía de tus padres y el menor número de personas en el departamento. 

Interior de un "verderón" (AHF/MFM)

Existía la alternativa de salir al pasillo y buscarte ahí una ventanilla. Difícil también; Las zonas para los equipajes situadas sobre los asientos eran muy pequeñas y con poca profundidad, por tanto era difícil colocar allí los bultos voluminosos, y, además, existía la posibilidad de que en alguna sacudida del tren, pudieran caer sobre la cabeza de alguna o algunas personas. En esa situación se colocaban frecuentemente en el pasillo convirtiéndolo en un verdadero circuito de obstáculos. De este modo era muy difícil conseguir una ventanilla “sana” y si lo hacías eras molestado –y estabas continuamente molestando-  a quienes circulaban por el pasillo, revisor incluido. En fin, en esa situación la alternativa era quedarte en el asiento, leer un tebeo si lo llevabas y tener suerte de que el vecino o vecina de enfrente no se pusiera a hacerte preguntas bobas o a decirle a tus padres lo rico o aplicado que eras. 

Siempre me ha llamado la atención que MZA dedicara estos coches a “largo recorrido” dado lo tremendamente incómodos que eran; no me imagino hacerse 300 o 400 km en esas condiciones. Quizás en la época en que se introdujeron sí supusieron una mejora sustancial pero ya en los años de RENFE era un diseño a superar. Por eso, y por la escasez general de material, supongo que en la compañía cursó un amplísimo pedido de coches metálicos de las series 5000 y 6000 que, éstos sí, eran mucho más cómodos y con unas dimensiones mucho más generosas. De este modo, los “verderones” fueron pasando a trenes de menor recorrido como los ómnibus o semidirectos mientras que rápidos y expresos empezaron a llevar de forma casi exclusiva estos nuevos coches. También empezaron a formar parte de algunos correos de largo recorrido. Así ocurría en el de Madrid a Valencia por Cuenca, si bien mezclados todavía con algún “verderón”.

En cualquier caso, debo reconocer que, aún en aquella época de “costas” y “verderones”, RENFE tenía coches de tercera clase de pasillo lateral bastante más cómodos. Creo que habían pertenecido a la compañía del Norte e iban también, como los “costa” forrados de listones de madera de teca pero por dentro eran mucho más acogedores. Supongo que RENFE los utilizaba en trenes de mayor “prestigio”; en mi caso los conocí viajando entre Aranjuez y Toledo en el tren conocido como “El Turista” que salía todas las mañanas desde Madrid hacia las nueve horas traccionado normalmente por una Mikado y que retornaba por la tarde saliendo de Toledo hacia las siete de la tarde. Como su nombre indicaba era el tren utilizado casi exclusivamente por un gran número de visitantes extranjeros que iban a pasar el día en Toledo y a los que supongo que había que causar la mejor impresión posible…Pero he de confesar que, de vez en cuando, se colaba algún verderón. Lo que sin embargo no ocurría casi nunca es que llevara “costas”. Lo sabía y me resignaba…

domingo, 1 de septiembre de 2024

Recuerdos del tren (VI): ¡Qué manía con la ventanilla!

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¡QUÉ MANÍA CON LA VENTANILLA!


Comentaba en el capítulo anterior que una vez parado el tren en la estación había un rápido movimiento de personas buscando el vagón que más le convenía, bien porque pareciera que iba más vacío o porque quedaba mejor situado para sus necesidades o planes de viaje. Mis padres también se movían…pero era yo el que frecuentemente les arrastraba tirando de la mano buscando “un vagón de balconcillos”, que era en el que yo quería subir mientras mi padre refunfuñaba diciendo ¡Pero qué más dará! No era para tanto; en realidad esta situación solo se daba con el semidirecto de Cuenca, que podría llevarlos o no; no había problemas con el correo de Valencia porque nunca los llevaba ni con los mixtos entre Aranjuez y Cuenca porque éstos siempre los traían.

En aquella época yo no tenía ni idea de que esos “vagones” eran conocidos por “costas” y más aún que los “vagones de viajeros” no eran “vagones” sino “coches de viajeros”. Tampoco sabía que esos coches habían sido la apuesta de la compañía MZA para modernizar sus trenes de corta distancia; que habían sido construidos entre 1914 y 1928 en número no menor de cuatrocientos y que de ellos trece eran mixtos de primera y segunda clase, 18 de segunda y tercera, 140 de segunda y más de 200 de tercera clase; y que una de las primeras líneas que recorrieron era la que iba paralela a la costa entre Barcelona y Mataró, y de ahí, el apelativo de “costas”. Lo que si hubiera entendido es que su bastidor era metálico ya que sus grandes vigas laterales casi quedaban a la altura de mis ojos de niño cuando los veía y que la caja era de madera porque el color marrón característico del revestimiento con listones de madera de teca era su señal de identidad, la que yo buscaba afanosamente cuando el tren entraba en la estación.

Pero ¿por qué tenía esta fijación por viajar en “costas”? Pues porque en ellos era donde podía disfrutar profundamente del viaje. Con su pasillo central y sus asientos de madera enfrentados en grupos de dos y de tres, tenían entre ellos unas ventanillas muy bajas y además el cristal descendía completamente. Ello, además de permitirme una excelente visibilidad, me posibilitaba poder asomarme con mucha facilidad, casi con medio cuerpo fuera, y ver a la locomotora tomar las curvas contemplando el movimiento de las bielas; algo que hoy, en el  caso de que las ventanillas siguieran siendo practicables hubiera estado absolutamente prohibido…y probablemente con mucha razón. Sí es verdad que en los frontales de los coches había un cartel que decía “Es peligroso asomarse al exterior” como había otro con la inscripción de “Se prohíbe escupir en los coches”. Pero eso, había…. 

Conseguido que subiéramos al coche de balconcillos, yo seguía tirando de la mano de mis padres. Y ahora ¿por qué? Pues porque había que encontrar un departamento con las ventanillas libres o, al menos, una de ellas. Yo oteaba el horizonte buscando una zona donde no se vieran cabezas y donde había escasez de ellas, o incluso ninguna, me iba allí derecho. A veces todo iba bien y rápidamente me acomodaba en mi ventanilla, pero otras veces…¡horror!….el departamento estaba vacío porque había un escape de la calefacción de vapor con un gran charco de agua en el suelo…o porque algún viajero anterior había tenido un mal despertar….y en el suelo quedaba la prueba. La jugada tenía mucho riesgo porque, si pasaba eso, el resto de los viajeros ya había ido ocupando otros sitios –y ventanillas- libres y teníamos que sentarnos dónde pudiéramos….mientras alguien muy cercano refunfuñaba por lo bajo ¡Qué manía de ventanillas! A veces algún viajero se daba cuenta de la situación y me ofrecía la suya, cosa que yo –y mis padres- agradecíamos profundamente. 

Interior de un coche "costa" de tercera clase (CARRIL)

Pero esto del coche de balconcillos podía tener dos variantes: una buena y otra  mala. La “mala” es que, aunque ocurriera muy pocas veces, podía venir un “balconcillos” de la antigua compañía del Norte, mucho más destartalado e incómodo que los de MZA, con lo cual todo mi esfuerzo no había servido para nada. La “buena” es que montáramos en un “costa” pero de los de segunda clase, bien porque el tren no trajera de tercera o bien porque por alguna circunstancia el revisor nos invitara a cambiar de coche. Los “costas” de segunda tenían unos asientos acolchados comodísimos en los que te hundías un poco y te acogían con gran comodidad. Su tela era de un color poco definido como de un gris azulado al que me temo que se unía, para ennegrecerlo un poco, el poso de tantas y tantas “humanidades” que se habían sentado sobre ellos. Pero un niño no pensaba en eso; y menos en aquella época.  

Interior de un "costa" de segunda clase (CARRIL)

Muchos años después he viajado en el tren de la fresa para recordar todas aquellas sensaciones. De los cuatro “costas” que nos quedan tengo especial cariño por el CC 2439 ya que recuerdo que viajé en él y  que era uno de los “costa” que más pasaba por Santa Cruz. Recordé, pero ya no era igual: con asientos preasignados, ventanillas clausuradas, o que no bajan del todo, y personas –y personajes- tan distintos, las sensaciones ya no son las mismas. Además, ahora ya no puedes “asomarte al exterior” como antes ni hay nadie que te diga ¡Qué manía con la ventanilla!

.   Dos coches “costa” del Tren de la Fresa en la estación de Aranjuez                       _________________________