domingo, 17 de noviembre de 2024

Recuerdos del tren (XVII): Subiendo a Ocaña con la "1700"

17


SUBIENDO A OCAÑA CON LA “1700”


Y ya que en el capítulo anterior estábamos en Aranjuez y el mixto estaba a punto de salir, invito al lector, si le gusta el humo y no anda corto de tiempo, a que me acompañe en él hasta Santa Cruz. ¿Vamos allá?

Viajar en el mixto de las cinco y veinte –hora teórica de su llegada a Santa Cruz- era toda una aventura que, en el caso del viajero “corriente”, sólo convenía emprenderla si no había más remedio o los horarios no permitían otra cosa. Los pocos santacruceros que lo utilizaban eran algunos que habían ido por la mañana a Madrid o a Toledo y habiendo acabado pronto sus asuntos se les hacía demasiado esperar hasta el tren de las nueve de la noche. Pero, para mí, cuando en mis frecuentes viajes familiares entre Toledo y Santa Cruz tenía que viajar en ese tren, esa aventura se convertía en una experiencia fascinante.

Todo comenzaba con las maniobras de la 1700 en la estación de Aranjuez que he descrito en el capítulo anterior. Tras finalizarlas, el fogonero avivaba el fuego con el fin de generar gran cantidad de vapor y así  poder coronar con éxito la cuesta de Ontígola, una subida de unos quince kilómetros en la que se asciende desde los escasos 500 metros de Aranjuez hasta los setecientos largos de Ocaña, con rampas del 17 por mil. En principio un repecho de este tipo no hubiera constituido un gran obstáculo para una magnífica 1700, una locomotora que fue orgullo e insignia de la compañía MZA, pero que ya, con cuarenta años a sus espaldas, y no sé si todavía con un mantenimiento adecuado, sí constituía un cierto reto para ella, sobre todo si el mixto era un poco pesado. 

Una 1700 en cabeza de un correo en la estación de Santa Cruz (Fernando F. Sanz)

Ya en marcha, y tras pasar por los complicados cruces y agujas de la salida de la estación de Aranjuez, el tren tomaba la vía situada más a izquierda, que era la correspondiente a la línea de Cuenca. Hasta llegar a la estación de Ontígola la cuesta no era excesiva y la locomotora iba con potencia suficiente y buen ritmo. Tras la parada en esa estación, en la que normalmente no se hacían maniobras aunque la detención era obligatoria, empezaba la lucha. La arrancada en cuesta, sobre todo si el tren llevaba bastantes vagones de mercancías, significaba un buen gasto de energía y por tanto de vapor para la locomotora. Ello obligaba al fogonero a avivar el fuego mediante grandes y continuas paladas de carbón desde el tender al hogar. A su vez el maquinista tenía que ser muy cuidadoso con la conducción para aprovechar bien el uso del vapor que se producía en la caldera. Todo ello se traducía normalmente en la salida de un intenso humo negro por la chimenea acompañado por partículas de carbón no del todo quemado, la llamada “carbonilla”, así como en un tremendo espectáculo de chispas, chirridos y resoplidos.

Naturalmente no podía perdérmelo. Casi con medio cuerpo fuera de la ventanilla asistía al mismo en arrobo casi extático. Aprovechaba las curvas a favor para observar el cansino y lento movimiento de las bielas transmitiendo desde los cilindros a las ruedas la fuerza expansiva del vapor… al tiempo que la carbonilla aprovechaba para tiznar mi cara y meterse en mis ojos…¿pero acaso importaba?

Normalmente el tren subía cansinamente hasta Ocaña sin detenerse, pero alguna vez, bien fuera por el excesivo peso o por el estado de la locomotora, el tren tenía que pararse en plena cuesta, echar el freno y volver a hacer vapor hasta alcanzar la presión suficiente que le permitiera continuar. Ya definitivamente en la estación, y tras llenar el tender de agua, solían empezar en muchas ocasiones las maniobras para tomar o dejar vagones mientras el fogonero se bajaba un momento para rellenar el botijo en la cantina…

La "rampa de Ontígola" subiendo hacia Ocaña (a la derecha), escenario de aquellas exhibiciones de las 1700 (Google Earth)

Esas maniobras podían durar poco o mucho y el tren comenzaba a acumular retraso sobre el horario oficial que se sumaba al generado en la trabajosa subida de la cuesta. Si la cosa iba para largo, también algunos viajeros se apeaban para estirar las piernas o pasar a su vez por la cantina. Mientras tanto, mi cara, casi tan negra como la del fogonero, era observada con horror por mis padres, que trataban de limpiarla con lo que hubiera a mano mientras musitaban por lo bajo algo que sonaba una vez más como “¡qué manía con la dichosa ventanilla!”

Acabadas las tareas de Ocaña, el tren continuaba, ya prácticamente llaneando, y por tanto con la 1700 mucho más alegre, hacia Noblejas y Villarrubia. En estas estaciones las maniobras eran menos frecuentes que en Ocaña pero también se hacían, sobre todo para dejar o tomar vagones foudre de transporte de vinos.



 
“El tren de las cinco” se acerca a Santa Cruz (acuarela de Santiago Almarza)

En cualquier caso, lo normal era que el retraso se fuera acumulando y que la llegada  a Santa Cruz, salvo algún día en que el tren no llevara mercancías, se produjera mas tarde de lo previsto. Y a ello respondía la famosa y constante pregunta que los viajeros que lo esperaban hicieran al jefe de estación y que a los lectores ya les suena: ¿Con cuanto viene?


martes, 12 de noviembre de 2024

Recuerdos del tren (XVI): Esplendor en Aranjuez

16

ESPLENDOR EN ARANJUEZ

Desde muy niño la estación de Aranjuez se me hizo bastante familiar. Los frecuentes viajes a Toledo con el obligado transbordo en esa estación y mi incipiente pero ya marcada afición ferroviaria, hizo que la conociera bien y la tomara un cierto cariño. 

Cuando hacíamos el viaje por la mañana, el tiempo muy justo que mediaba entre la llegada de nuestro tren y la entrada del “turista”, hacía que solo me pudiera fijar en poco más que en los artísticos azulejos del paso inferior por el que íbamos de un andén a otro con una cierta premura. Y si quedaba algo de tiempo y había suerte, podía tener todavía una visión panorámica y despejada de la arrancada hacia Madrid del tren en que habíamos viajado. Si, por el contrario, volvíamos a Santa Cruz por la tarde-noche la situación era muy parecida y no me daba tiempo a fijarme en nada más.

Pero todo era muy distinto cuando utilizábamos los mixtos. Si tomábamos el que teóricamente pasaba por Santa Cruz sobre la una menos veinte del mediodía, llegábamos a Aranjuez sobre la una y media o dos menos cuarto mientras que el otro mixto para Toledo no saldría hasta las tres o tres y cuarto. En el caso de que el recorrido fuera el contrario, el tiempo en Aranjuez para tomar el mixto hacia Cuenca era probablemente el mismo. Quizás conviene aclarar que estos trenes estaban combinados entre ellos: el mixto de Cuenca llevaba siempre, además de un número mayor o menor de vagones de mercancías, dos coches “costa”. Por su parte, el de Toledo también llevaba dos “costas”. En Aranjuez el tren que venía de Toledo enganchaba a los dos de Cuenca y seguía hacia Madrid. Más o menos una hora más tarde llegaba un tren de Madrid con otros cuatro “costas”. Dos seguían con su locomotora a Toledo mientras que los otros dos eran enganchados a la “1700” del mixto de Cuenca y se comenzaba a formar así un nuevo tren mixto hacia Santa Cruz y Cuenca.

Esta operación tenía un encanto especial para mí. La contemplaba con toda calma desde la cantina donde pasaba con mis padres a comer algo durante la hora u hora y media que teníamos que esperar hasta que arrancara nuestro tren. En principio, dos de los “costa” que habían llegado de Madrid estaban en una de las vías y hacia ellos llegaba para engancharlos la “1700”. A continuación, ya con ellos, y si era el caso, volvía a maniobrar para enganchar diferentes vagones de mercancías. La operación, que a veces resultaba bastante laboriosa, solía acabar con suerte antes de las tres y media de la tarde que era la hora oficial de salida. Pero hasta ese momento yo había disfrutado de lo lindo viendo también el paso frecuente de otros trenes por la estación, bien desde dentro del “costa” en el que a esas horas siempre encontraba ventanilla, o todavía desde el andén.

El “mixto” de Cuenca se formaba en la estación de Aranjuez con dos coches “costa” a los que se podían añadir un número indeterminado de vagones de mercancías

Pero cuando la estación de Aranjuez era una verdadera delicia para los amantes del ferrocarril era a primera hora de la mañana y últimas de la noche, coincidiendo con el paso de la gran cantidad de expresos que iban o venían de las capitales levantinas o andaluzas. Expresos de Sevilla y Cádiz, Málaga, Granada y Almería, Valencia, Alicante o Murcia pasaban con poco intervalo entre ellos traccionados casi siempre por las francesas Alsthom de la serie 7600 de los depósitos de Madrid-Atocha o Alcázar, aunque de vez en cuando podía aparecer una “panchorga” 7800 de Alcázar. Ambas locomotoras me impresionaban porque estaba muy poco acostumbrado a verlas, pero sobre todo las “francesas”, con su sonido tan característico y su librea verde esmeralda, me parecían el colmo de la modernidad. Eran trenes muy largos, compuestos en buena medida por coches “ochomiles” y coches-cama. Y si la imagen de día ya era impresionante, verlos por la noche, con todas las ventanillas iluminadas, pasando raudamente y perdiéndose en la oscuridad se convertía en un espectáculo verdaderamente fascinante y evocador. Pero no solamente lo daban los expresos. El desfile de los “rápidos”, que eran trenes diurnos, en contraposición a los expresos que eran nocturnos, y que tenía lugar hacia las diez o las once  de la mañana en un sentido y hacia la media tarde en el contrario, era también espectacular.

Todo eso ya acabó hace mucho tiempo. La progresiva implantación de trenes de día con talgos, electrotrenes, TER, o unidades mermaron mucho la circulación de aquellas composiciones, y el golpe definitivo llegó con la entrada de la alta velocidad. Hoy la estación de Aranjuez es casi una estación de cercanías con un trasiego constante de unidades blancas y rojas y con la aparición circunstancial de algunos mercantes y trenes de “media distancia”. 

A veces la añoranza me lleva a volver allí aunque solo sea para soñar un rato con aquel tiempo de esplendor. Y alguna vez me voy en sábado cuando el tren de la fresa tiene descansando a sus “costas” en el andén principal. Me siento junto a uno de ellos, si es posible en el que yo viajaba a veces. Paso la mano por su madera de teca, aspiro su olor, que sigue siendo el de entonces, cierro los ojos  y quedo a la espera de que la “1700” venga a recogernos.




domingo, 3 de noviembre de 2024

Hablando de trenes (XV): Tiempo de littorinas


15

TIEMPO DE LITTORINAS


Además del “gorrinillo” que venía de Villacañas, también pasaban por Santa Cruz algunos automotores que hacían un servicio de tarde entre Madrid y Valencia por Cuenca. La línea de Madrid a Cuenca fue quizás la primera en ser atendida por los grandes automotores Maybach que MZA puso en servicio en septiembre de 1935, aunque la experiencia debió ser efímera por el advenimiento de la Guerra Civil.  Durante ella dos de estos Maybach, sufrieron accidentes y después, cuando finalizó, fueron dedicados durante un tiempo a la relación Madrid-Barcelona. 

El WE 401 en la estación de Cuenca en sus pruebas. Año 1935 (autor desconocido)

Durante los años cuarenta siguió existiendo un servicio de automotores entre Madrid y Cuenca que seguramente se extendió hasta Valencia cuando en 1947 se finalizó el complicado tramo entre Cuenca y Utiel. No sé en detalle cuáles fueron los vehículos concretos que se ocuparon del servicio, sólo puedo dar fe de algunas fotografías tomadas en la estación conquense de Vellisca así como en la de Atocha – en este caso con el cartel del recorrido bien visible- en las que aparecen claramente unos Ganz grandes. 

Un Ganz de la serie 9209-9214 en la estación conquense de Vellisca. Año 1953 (AHF/MFM. Autor Karl Wyrsch)

El Ganz 9211 saliendo desde Madrid-Atocha hacia Valencia el 15 de noviembre de 1959 (J. Swanberg/cortesía J.A. Méndez Marcos)

Cuando muy a principios de los sesenta ya inicié mis numerosas visitas a la estación de Santa Cruz el “rápido automotor” (tal como se denominaba en las guías) de Madrid a Valencia pasaba alrededor de las cinco de la tarde mientras que el de retorno lo hacía sobre las ocho, ya en la tarde-noche. Al menos en aquellos años lo cubrían principalmente las “littorinas” Fiat de la serie 9215 a 9226, si bien es posible que a veces lo hiciera algún Renault ABJ-7. 

La littorina 9218 estacionada en Madrid-Atocha en 1957. Ignoro si estaba prestando servicio en la línea Madrid-Cuenca-Valencia (autor desconocido)

Me gustaba ir a verlos pasar siempre que podía y comprobar que lo hacían a la hora prevista, tal como un “rápido automotor” entendía yo que debía hacerlo. Me encantaba verlo venir desde lejos y observar su balanceo de vehículo ligero cuando pasaba por la zona de agujas. Disminuía su velocidad según se acercaba a la estación, saludaba al jefe y reconocía su señal de vía libre con un sonoro bocinazo, e inmediatamente volvía a acelerar su motor recuperando velocidad. 

Una tarde, creo que de primavera o verano, estaba muy atento a su paso ya que unos tíos míos que vivían en Toledo nos habían dicho que lo tomarían en Aranjuez para trasladarse a un congreso en Valencia. Naturalmente allí estaba yo, un poco antes de las cinco, en mi sitio favorito de observación. Sabía que me resultaría difícil verlos cuando pasaran pero, aún así, estuve muy atento a todas las ventanillas para intentar atisbar cualquier saludo o señal desde alguna de ellas. No observé nada y extrañado volví a casa. Pocos días después nos dijeron que ellos sí me habían visto perfectamente. Resulta que en Aranjuez les dijeron que no había plazas disponibles pero que podrían viajar de pie hasta que quedara algún sitio libre -cosas de aquellos tiempos- solución ésta en la que no sé si tendría algo que ver el respeto o la atención que se dispensaba en aquellos tiempos a los sacerdotes ¡y más aún si se trataba de un canónigo de la catedral de Toledo como era mi tío! El caso es que hicieron buena parte del recorrido en cabina, acompañando al automotorista, y desde ella me vieron y saludaron. ¡Con que orgullo hubiera yo vuelto a casa viendo a mis tíos nada menos que en cabina!

Lógicamente, estos “rápidos automotores” no paraban en Santa Cruz yendo directamente desde Aranjuez hasta Tarancón. Si lo hacían alguna vez era porque algo había ocurrido. Así fue desgraciadamente cuando, creo que fue una “littorina”, arrolló en un paso a nivel sin barreras cerca del pueblo a un carro arrastrado por una mula en el que iban varios ocupantes y de los que al menos alguno murió. La noticia se extendió por el pueblo con toda rapidez y parece que había sido el propio automotor el que llegó por sus medios a la estación, aún con las señales evidentes del arrollamiento, para dar cuenta de lo que había pasado. 

Cuando me enteré noté en mi cuerpo una extraña y amarga sensación en la que se mezclaba tristeza y dolor, desde luego por las personas que habían perdido la vida pero también, debo confesarlo, por el desgraciado papel que le había tocado desempeñar a una de mis admiradas littorinas y a su desgraciado conductor. Desde entonces, siempre que observo el curioso frontal de estos automotores, con esa especie de ojos saltones de sus faros y del amago de rictus que parece esbozar la carcasa protectora del radiador, no puedo dejar de revivir aquel día y mientras me fue posible, dar un toque de ánimo a la enmohecida chapa de su cabina. Me refiero a la ya prácticamente destrozada littorina  9217 que todavía sigue bajo un toldo en la zona exterior de Delicias.  No sé si prefiero verla como la hacía hasta hace unos años, cuando la fotografié o mejor ya no verla así. 



La “littorina” 9217 en el exterior del Museo del Ferrocarril de Madrid antes de ser cubierta por un toldo

Temo ver en sus ojos saltones e inquisitivos y en su rictus, un punto amargo, una petición de ayuda, de supervivencia, algo que no sé si llegará a suceder alguna vez.


domingo, 27 de octubre de 2024

Recuerdos del tren (XIV): Inundaciones

14

INUNDACIONES


En un país de clima extremo como España, los fenómenos atmosféricos adversos como lluvias intensas, nevadas, heladas o vientos fuertes pueden tener incidencia en la circulación ferroviaria. En la actualidad el soporte meteorológico a la gestión del tráfico de los trenes está muy avanzado y consolidado y en algún capítulo posterior referiré como se pusieron las bases de ello. 

Pero en aquellos años cincuenta y sesenta la predicción meteorológica era muy deficiente, y deficiente también –prácticamente nula- su utilización por parte del transporte terrestre. Esto hacía que la ocurrencia de algunos de estos fenómenos a que antes  me refería ocasionara con cierta frecuencia problemas serios en el tráfico ferroviario. Entre ellos, el más común era la inundación de las vías en periodos de lluvias continuadas y abundantes, pero sobre todo por la ocurrencia de intensas tormentas que provocaban y siguen provocando fuertes y rápidas avenidas, las denominadas “inundaciones relámpago”.

Este tipo de sucesos podía afectar al tráfico ferroviario por Santa Cruz de dos maneras. El más frecuente era el corte de la línea entre Tarancón y Cuenca, específicamente en el trayecto entre Castillejo del Romeral y Cuevas de Velasco. Es una zona de vega recorrida por un pequeño río –el río Mayor de Cuevas de Velasco- que nace en los cercanos Altos de Cabrejas, una pequeña alineación montañosa que el tren atraviesa por el denominado túnel de Sotoca, y que es tributario del río Guadiela. Esa zona de Cabrejas, como todo el Sistema Ibérico al que pertenece, es bastante tormentosa y ello daba lugar a crecidas rápidas y bruscas del citado río Mayor, algo que supongo que se habrá solucionado y ya no seguirá ocurriendo en la actualidad.

Esta es una curiosa imagen tomada en la decada de los años veinte del pasado siglo de un corte de vía por inundación en la línea de Aranjuez a Cuenca. No tiene una datación geográfica concreta pero se me ocurre pensar que el castillo del fondo sea el Castillo del Romeral situado sobre el pueblo de Castillejo del Romeral (Archivo Histórico Ferroviario del Museo del Ferrocarril de Madrid. Autor: Juan Salgado Lancha)

Era por tanto relativamente frecuente que, tras un día o dos de fuertes tormentas en la zona, corriera por Santa Cruz la noticia de que no había trenes porque “el agua había cortado la vía por Cuevas de Velasco”. En aquella época de escasos automóviles y coches de línea, la suspensión de los trenes, sobre todo hacia Madrid, suponía un trastorno grave en las actividades del pueblo. Semidirectos y mixtos quedaban suspendidos, aunque no sé si alguno de ellos circularía hasta Tarancón. Como tampoco sé si el correo de Valencia circularía desviado por la general de Andalucía y Levante o simplemente se reforzarían algo los trenes habituales de Madrid a Valencia por Albacete.

En cualquier caso, para mí, la situación me llevaba a imaginar una majestuosa representación de una locomotora de vapor cruzando despacio, pero vigorosamente, por las vías inundadas y con obreros trabajando junto a ella; otra imagen más de mi particular iconografía ferroviaria. Pero, en general, no era para tanto: la interrupción del tráfico no duraba en general más de uno o dos días y pronto todo volvía a la normalidad.

Había otra zona de inundaciones relativamente frecuentes que afectaba, ahora de forma indirecta, a la estación de Santa Cruz. Se trataba de una zona cercana a Villasequilla en la línea de Madrid a Andalucía. Allí la vía férrea discurre durante un tramo al lado del arroyo Cedrón, llamado también Melgar. El Cedrón es otro pequeño río que nace en la Mesa de Ocaña en el término municipal de Villatobas y desemboca en el Tajo en el carrizal de Villamejor. Normalmente no lleva mucho caudal pero cuando había tormentas fuertes en zonas de la citada Mesa, llegaban torrenteras desde los cerros hasta su cauce, que en esa zona de Villasequilla tiene ya muy poca pendiente, y de vez en cuando las vías quedaban bajo el agua. Si la incidencia era importante e iba a tardar un tiempo en resolverse merecía la pena que los trenes hacia Andalucía y Levante, o al menos algunos de ellos, fueran desviados desde Aranjuez a Santa Cruz por la línea de Cuenca y de allí marcharan hacia Villacañas por la pequeña línea de 42 km –la del “gorrinillo”- e igualmente -aunque a la inversa- deberían hacerlo los que circularan hacia Madrid. Esta situación provocaba un intenso e inusual movimiento en la estación santacrucera ya que las locomotoras tenían que maniobrar para ponerse a la cabeza del tren tanto si provenían de una dirección como de la contraria. Supongo que para el personal de RENFE debía ser una situación estresante y tampoco era muy agradable para los viajeros de los trenes desviados que asomaban por las ventanillas sus rostros cansados y un tanto perplejos esperando el momento de que su tren volviera a ponerse en marcha. Pero yo, y bastantes curiosos que se acercaban a la estación, disfrutábamos  mucho viendo locomotoras y vagones muy distintos a los que habitualmente circulaban… 

Cuando ahora, de tarde en tarde, vuelvo a visitar la estación, casi siempre silenciosa y desierta, y ya con solo una vía de paso, un solo andén y algún resto de carriles de la antigua línea de Villacañas, me parece mentira, un sueño, que yo hubiera vivido allí tanto esplendor, tanta abundancia.

domingo, 20 de octubre de 2024

Recuerdos del tren (XIII).- La solitaria dama del correo de Valencia



Hay imágenes que solo duran algunos segundos pero, sin que uno sepa exactamente la razón, se quedan para toda la vida. Algo así fue lo que me pasó con aquella visión fugaz de una anónima y solitaria viajera del correo de Madrid a Valencia.

Hacia las diez y media de la mañana, cuando el gorrinillo debería haber llegado ya a Villacañas y el semidirecto estaría casi entrando en Atocha, iban apareciendo por la estación de Santa Cruz viajeros para el correo Madrid – Valencia por Cuenca, que llegaba a las once menos cuarto. Salía este tren de Madrid hacia las nueve de la mañana y llegaba a su destino hacia las siete o siete y media de la tarde. El cruce con el correo “descendente” Valencia – Madrid, se hacía en Cuenca o probablemente en alguna estación un poco más allá, quizás en Los Palancares o en Carboneras.  Pero, en cualquier caso, uno y otro, se detenían en Cuenca sus buenos veinte o veinticinco minutos para que los viajeros pudieran comer rápidamente en la fonda o bien comprar bocadillos y bebidas. La locomotora titular de este tren siempre era una Mikado de las últimas series que llevaba al tren hasta Utiel donde solía ser relevada por una pareja de antiguas “mallets”. Los vagones eran normalmente “verderones”; a veces se intercalaba algún “costa”, pero no era lo normal. Lo que sí me pareció ver de vez en cuando fueron algunos coches de las series “cinco mil” o “seis mil”. De este modo, la composición normal del correo estaba formada por un furgón de equipajes, un furgón de correos, tres o cuatro “verderones” de tercera clase y otro “verderón” –o en su caso, como apuntaba antes, algún “cincomil”- mixto de primera y tercera o bien simplemente de primera. A veces este tren arrastraba al final un vagón cerrado de mercancías sin que yo supiera nunca a ciencia cierta cuál era su cometido concreto.

El correo de Valencia era un tren “serio” y llegaba casi siempre con extraordinaria puntualidad, entrando en la estación  con aspecto grave y circunspecto. Era una sensación muy distinta a la del tren de las nueve que había partido un par de horas antes para Madrid. En el caso de aquel todo era bullicio y familiaridad en la estación y los vagones eran hervideros de gente conocida y comunicativa. No era así en el caso del correo donde los viajeros eran muy distintos. Se trataba en buena medida de gente de ciudad que se trasladaba a Cuenca o Valencia, y los rostros que se asomaban a las ventanillas, con una mezcla de curiosidad y displicencia, eran muy distintos a los del resto de los trenes que pasaban por Santa Cruz. 

Veía pasar a esas personas por delante una vez que el tren ya había arrancado y yo seguía situado en mi ubicación favorita, en el punto donde paraban las locomotoras; de este modo, cuando llegaban allí, los vagones pasaban ya con una cierta velocidad. Fue por tanto una visión rápida y fugaz: asomada a una ventanilla amplia –deduzco por tanto que se trataba de un “cinco mil” de primera clase- aparecía una mujer solitaria, de mediana edad, bien vestida y con un rostro tranquilo y sereno, si bien me pareció percibir en él un pequeño punto de tristeza o de nostalgia o, al menos, esa fue mi sensación. Había en ella una mirada como la de alguien que explora fuera de su territorio a la búsqueda o al encuentro de algo o de alguien, un encuentro que quizás podría ocurrir unas horas después en Cuenca o en Valencia.

Algo así  dibujó Carlos Tauler en la portada del número 75 de Vía Libre en 1970

...Aunque de espaldas, esta es la imagen más cercana a lo que contemplé....

Creo que ella también se fijó en mí y pienso sí se preguntaría quien sería aquel chaval de la bici y qué estaría haciendo allí. En cualquier caso, aquella fugaz imagen se me quedó grabada y durante muchos años todavía me preguntaba sí ella habría encontrado lo que andaba buscando, y si mi imagen, también fugaz, la despertó alguna sensación. 

Y así lo interpretó una inteligencia artificial cuando le conté esta vivencia...

En cualquier caso esa visión era como el símbolo de un misterio que nunca descifraría porque, probablemente, tal como fue, ya fue completa en sí misma al dejar como regalo una mirada de respeto, cercanía y acogida. Todos los encuentros, duren una vida o solo un segundo, tienen un sentido.




sábado, 12 de octubre de 2024

Recuerdos del tren (XII): La cita vespertina

12

LA CITA VESPERTINA


El servicio vespertino del “zaragoza” era mucho más tranquilo. Llegaba a Santa Cruz algo después de las ocho de la tarde y esperaba hasta las nueve, hora aproximada de llegada del semidirecto Madrid-Cuenca. Ahora venía con más tiempo y se le notaba tranquilo, sintiéndose protagonista. Tras estacionarse y apearse los pocos viajeros que venían en él, el conductor del automotor –el automotorista o motorista se le llamaba-  bajaba a estirar las piernas por el segundo andén y a veces se sentaba al borde del mismo acompañado en animada conversación por el jefe de estación, el guardagujas y alguna otra persona. Los recuerdo frente a mí; yo los observaba fijamente y me moría de ganas por saber de que hablaban, imaginando que compartían grandes secretos sobre locomotoras y automotores… aunque probablemente su conversación estaría más centrada en el fútbol o en los sueldos de RENFE.

A veces había sorpresa y no era el “zaragoza” el que aparecía. Supongo que, en cada momento, bien por averías o mantenimientos, el depósito de Alcázar utilizaba para ese servicio de tan pocos requerimientos el vehículo o composición que más le convenía. De este modo, y aunque creo que alguna vez apareció un automotor Ganz de bogies, era relativamente normal que llegara una vaporosa “RENFE” 240 arrastrando una curiosa composición formada por un furgón, un coche de ejes de procedencia Norte, otro pequeño coche de madera también de ejes de claro origen MZA y un segundo furgón. A mí me encantaba esa novedad porque suponía un espectáculo la maniobra para colocar a la locomotora de nuevo en cabeza del tren, preparada para el viaje de vuelta, y probablemente con el tender por delante. Una vez en esa situación, también maquinista y fogonero podían sentarse tranquilamente al fresco en el borde del andén mientras la máquina quemaba fuel suavemente para mantener la presión. Un día tuve el arrojo de sentarme yo mismo en ese borde y me quedé a la altura del bogie delantero, del que no me separaban más de dos metros. La sensación de estar tan cerca de ella con toda tranquilidad mientras escuchaba el ruido característico de los quemadores de fuel, es algo que me llegó muy hondo y creo que nunca olvidaré. 

A dos metros del bogie escuchando los quemadores...

A veces era todavía más divertido. Al mando de la variopinta composición, que esa no cambiaba, aparecía una pizpireta “compound” ex MZA serie 651 a 680 e integrante en RENFE de la 230-4001 a 4030. Tenía una forma de rodar muy ágil y garbosa y un pitido mucho más agudo que el de las RENFE. Era un placer verla evolucionar en la maniobra y más si se reparaba en el letrero que junto al dibujo de una especie de centella llevaba escrito en la trasera del techo de la cabina: ¡“El cohete”!

 

Una de las locomotoras de la serie 651 a 680 de MZA.. Probablemente ella, o una de sus “hermanas” sería “El Cohete” (Archivo Histórico Ferroviario del Museo del Ferrocarril de Madrid. Autor: Juan B. Cabrera)

A todo esto ya se habían hecho las ocho y media: el jefe de estación se iba a su despacho y poco después solía sonar un  timbre. Era el aviso de que el semidirecto salía de Villarrubia y en unos veinte minutos estaría en Santa Cruz. El jefe tocaba la campanilla anunciando la próxima llegada, al tiempo que el guardagujas montaba en su bicicleta y se iba hacia las agujas para colocarlas en vía desviada, de forma que el tren entrara por el andén principal. Mientras tanto yo miraba insistentemente a mi derecha para intentar ver allá a lo lejos, antes que nadie, el foco de la Mikado cuando diera la curva para enfilar directamente hacia la estación. En el otro andén, si era el “zaragoza” el que había venido, el automotorista ponía en marcha el motor o si era una de las vaporosas, el fogonero avivaba el fuego.

Entraba ya la Mikado, lenta y solemne, con su retumbar de hierros y sus chorros de vapor al tiempo que un rojo incandescente iluminaba la parte baja de su hogar. Rechinaban los frenos y el tren se detenía. Durante unos segundos todo eran carreras, voces y señales por el andén; el jefe de estación observaba cuidadosamente a unos y otros pero en seguida tomaba de nuevo gorra y banderín enrollado en mano y se dirigía lentamente hacia la locomotora. Allí saludaba al maquinista e intercambiaban algunas palabras sin dejar de observar cómo, poco a poco, el andén se iba despejando. 

Tras el sonido del silbato, el semidirecto se desperezaba de nuevo y abandonaba la estación entre pitidos, resoplidos y patinazos de la locomotora. Yo veía como el tren se sumía en la oscuridad y me parecía algo arcano y mágico ese camino en la noche hacia una mítica Cuenca, adonde llegaría casi en la madrugada. Pero, en seguida, dirigía mi atención hacia el gorrinillo, donde el automotorista, muchas veces casi en solitario, encendía el foco al tiempo que se despedía del jefe de estación y salía un poco como en desamparo –o al menos eso me parecía a mí- hacia Villacañas. Con su sonido lejano en mis oídos, escuchando su cambio de marchas, yo colocaba “la dinamo” sobre la rueda de mi bici y, alumbrado por la luz mortecina y titilante de su pequeño faro, comenzaba a pedalear hacia casa. Todavía adelantaba a Luis, el sempiterno Luis, que, cansado pero servicial, seguía atendiendo a sus parroquianos mientras empujaba su carricoche con garbo. Llevaba seguramente en él múltiples ilusiones y deseos: una película del oeste para el cine del tío Boni, una medicina urgente o unas cremalleras especiales compradas en Pontejos...

Había caído ya la noche mientras yo imaginaba que, quizás, en la oscuridad, el milagro surgía y el pequeño “zaragoza” se transmutaba en un imponente Renault ABJ. No costaba nada soñar y uno era todavía más feliz.


domingo, 6 de octubre de 2024

Recuerdos del tren (XI): El gorrinillo se retrasa

11

EL “GORRINILLO” SE RETRASA


Sin embargo, a veces, el revisor del semidirecto no estaba junto al jefe de estación, ni vigilando la subida de los viajeros, sino que a través del balconcillo de uno de los “costa” o del pequeño vestíbulo del “verderón”, y cruzando con cuidado la vía directa, se colocaba en el segundo andén y oteaba el horizonte junto con algunos otros viajeros que se habían bajado impacientes. Si yo estaba en el tren, porque ese día iba de viaje, observaba la situación desde la ventanilla sin perder detalle ya que, por supuesto, mis padres no me dejaban bajarme como hubiera deseado para ser otro de los expectantes en el andén. Y si no viajaba, me tenía que quedar en el andén principal pero acercándome todo lo posible a la Mikado, oteando también el horizonte…pero sin quitar ojo a las interesantísimas tareas que pudieran estar haciendo maquinista y fogonero.

Y entonces, de pronto, se escuchaba a lo lejos un  pitido agudo,  apresurado, quizás un punto avergonzado. Al fin llegaba el gorrinillo. El gorrinillo era un pequeño automotor tipo “zaragoza”, uno de aquellos diecisiete que había construido en los años treinta, bajo licencia alemana, la factoría zaragozana de Cardé y Escoriaza y que tanto juego dieron en las vías españolas de débil tráfico. El apodo –que años después me enteré que estaba algo más generalizado de lo que pensaba- le venía de sus dos motores en voladizo que recordaban vagamente la apariencia la cabeza de un cerdo o “gorrino”. Supongo que en aquellos finales de los cincuenta y principios de los sesenta debían estar dos o tres de ellos asignados al depósito de Alcázar, dedicados a cubrir servicios en pequeñas líneas manchegas como la de Cinco Casas a Tomelloso o ésta de Villacañas a Santa Cruz.

Un “gorrinillo” en uno de sus típicos recorridos rurales por la España interior (acuarela de Martínez Mendoza)

Pues bien, este gorrinillo cubría dos veces al día, en  trayecto de ida y vuelta, el recorrido entre Villacañas y Santa Cruz. Según el horario oficial, el bueno del gorrinillo debía de llegar un poco antes que el semidirecto con el que tenía que enlazar, pero no eran pocas las veces que, bien por alifafes del viejo automotor, o por retrasos en su trayecto por Lillo, Corral de Almaguer y Villatobas, llegaba cuando aquel ya estaba en Santa Cruz. Su aparición tardía  era algo que preocupaba a todos y a veces hasta soliviantaba a algunos. La razón, aparte del retraso en sí mismo, era que, según los horarios oficiales, el semidirecto debía cruzarse en Villarrubia con el primer Talgo  Madrid-Valencia. Sin embargo, la cosa andaba tan justa, tan justa, que a poco que se retrasara el semidirecto –poco probable-, o bien lo hiciera el gorrinillo –bastante más probable-, el cruce con el Talgo había que hacerlo en Santa Cruz, lo que suponía un retraso de casi media hora… salvo que la Mikado fuera después capaz de recuperar algo. De una forma u otra, la llegada a Madrid también se retrasaba o incluso el enlace en Aranjuez con el tren “turista”, que iba de Madrid a Toledo, se ponía complicado. De ahí el enfado que suscitaba entre los viajeros el retraso del viejo “zaragoza”, el oteo continuo del horizonte hasta verle aparecer, o el aspecto compungido de los viajeros que en él llegaban, mientras esperaban que bajaran rápidamente sus bultos de la baca, colaborando incluso ellos mismos, y sintiéndose blanco de las miradas de los arrogantes viajeros del semidirecto.

Pero tal circunstancia se convertía ya en un espectáculo de excepción para alguien que amara los trenes, cuando al final aparecía el Talgo. En la vía del andén principal estaba el semidirecto con la Mikado a la cabeza haciendo vapor y resoplando como un animal enjaulado; por la vía directa, imponente, plateado y ligero, pasaba raudo el Talgo, haciendo sonar su majestuosa sirena – para mí uno de los más hermosos sonidos del ferrocarril español, si no el que más- mientras que al otro lado del andén secundario descansaba el humilde gorrinillo recuperándose de su ajetreada carrera. ¡Qué hubiera dado yo por haber podido hacer una foto de ambos –o incluso de los tres si hubiera podido también incluir a la Mikado- en su fugaz cita!


Los protagonistas de aquellas mañanas míticas en la estación de Santa Cruz. Quizás algunos días coincidieron todos allí. Desde luego, la "Virgen de Aránzazu" y la 141-2355 sí lo hicieron

Ya se alejaba presuroso el Talgo hacia Tarancón, y, tras el silbido del jefe de estación, arrancaba patinando, resoplando y chirriando la Mikado con su tren hacia Villarrubia, dispuesta a recuperar el tiempo que pudiera. Mientras tanto,  el pequeño automotor, ahora ya con toda tranquilidad y con su otro motor en marcha, esperaba el fin de la charla entre su conductor y el jefe de la estación que iba a darle la salida en su retorno hacia Villacañas. Sonaba el pitido del jefe y bramaba, ahora toda airosa e intrépida, la bocina del automotor. El motorista metía la primera velocidad y el motor rugía mientras aceleraba.  Después la segunda…y luego quizás, allá a lo lejos, ya casi dando la curva hacia la izquierda, la tercera. Tras la algarabía la estación se quedaba ya toda en silencio. Si yo no había viajado, pedaleaba en mi bici hacia casa. Sabía que por la noche, hacia las nueve, el semidirecto y el “zaragoza” tendrían otra cita, aunque en esa ocasión, ya más tranquila. Si podía, también estaría en ella.


domingo, 29 de septiembre de 2024

Recuerdos del tren (X): Revisores

10

REVISORES



Es verdad que su nombre oficial era y sigue siendo el de interventores pero en aquella época y en aquellos trenes nos referíamos siempre a ellos como revisores. Recuerdo algunas  expresiones como éstas:

-Prepara el billete que viene el revisor

-No te vayas ahora al servicio que va a venir el revisor

- ¡Señora, que se calle ese niño, que se lo voy a tener que decir al revisor!

- Ufff…como casi no llegaba y no he podido comprar el billete, el revisor me va a cobrar doble…

- Pregúntale al revisor si vamos a llegar a tiempo de empalmar con el rápido de Málaga.

- Caballero, esos bultos suyos se van a caer. Colóquelos bien o se lo tendré que decir al revisor

O bien, las del propio revisor:

- Pueden pasar ustedes al siguiente vagón, aunque sea de segunda, no se preocupen, que aquí no caben más personas…

-¿Podrían hacer un poco de sitio para este niño, por favor?

Aunque el tren llevaba su “jefe de tren”, su alma mater era el revisor. Picaba billetes, saludaba a tantos y tantos conocidos, acomodaba a las personas lo mejor posible, solucionaba como podía los pequeños entuertos sobre sitios o equipajes, recorría los vagones comunicando de viva voz cualquier incidencia, permanecía durante las paradas en el andén junto al jefe de estación asegurándose que todo estaba ya en orden para la partida, e incluso solía despedirse de muchos de los viajeros con un ¡Venga, hasta la noche!, ¡Qué se dé bien el día! o  ¡A ver si nos vemos pronto otra vez!

Antiguo revisor de RENFE (Vía Libre)


Dado mi cariño y casi mi adicción por los trenes y sus gentes, no es difícil imaginar que el revisor fuera para mí casi un semidios, un ser absolutamente admirable, y que estuviera siempre atento a lo que pudiera hacer o decir. Quizás por eso, todavía recuerdo a la perfección a tres de ellos, supongo que de la residencia de Cuenca, que eran los que solían ocuparse del semidirecto Cuenca-Madrid, del mixto Cuenca-Aranjuez y de sus inversos; servicios que, supongo, también simultaneaban con los de los trenes entre Cuenca y Valencia. Donde no viajaban era en el correo Madrid-Valencia porque los revisores que veía en él, bien con motivo de algún viaje o en mis numerosas visitas a la estación, nunca me resultaron conocidos. Probablemente pertenecían a las residencias de Madrid o Valencia y pasarían muchos de ellos por ese servicio.

Pero volviendo a mis revisores conquenses, de los que desgraciadamente nunca supe el nombre,  al que recuerdo más y con más cariño era a uno de ellos, ejemplo de afabilidad y simpatía personificada. Llegaba siempre sonriente, saludando a todo el mundo, interesándose por los problemas que pudieran tener los viajeros y de la comodidad de sus viajes y resolviendo con diplomacia, cercanía y respeto cualquier problema que pudiera suscitarse. Cuando llegábamos a Madrid o incluso a Santa Cruz, no era raro que apareciese despidiéndose, siempre con la misma simpatía con que había empezado el día.

Recuerdo a otro de ellos, algo más grueso, de no muchas palabras y quizás no tan cercano, pero siempre atento y resolutivo, y a otro más, más alto, de suave sonrisa aunque bastante callado, que siempre mostraba mucha paz en su rostro y que también se desvivía por los viajeros y porque el viaje resultara agradable. 

Qué sorprendente y también que sugerente que estas personas con las que tan poco se ha convivido y de las que no se llegará a conocer ni su nombre puedan quedar tan profundamente grabadas en la mente de un niño como si fueran de su propia familia. Y es que lo eran, aunque no de su familia de sangre. Pero, al menos, del señor Moreno, al que conocí años más tarde cuando ya estudiaba el bachillerato superior en el Instituto de Toledo, sí que llegué a conocer su apellido y quizás también el nombre, que probablemente era Agapito. El señor Moreno era un veterano revisor toledano que muchas veces prestaba servicio en un tren corto que salía de Aranjuez hacia Toledo poco antes de las ocho de la tarde, pero que, además -ahí es nada- era tío de un muy querido compañero de mi Instituto. 

Yo tomaba muchas veces ese tren los domingos por la noche cuando retornaba a Toledo tras pasar el fin de semana en Santa Cruz. Salía del pueblo en el correo de Valencia a Madrid que pasaba sobre las siete menos veinte y llegaba a Aranjuez a las siete y media. Mi ánimo solía andar un poco bajo porque, apegado a mis padres y a mi casa, me suponía una gran tristeza volver a Toledo. Todo nostálgico, y a veces medio lloroso, me apeaba en Aranjuez y por el pasadizo subterráneo, siempre con su luz mortecina pero con sus hermosos azulejos, me dirigía al andén donde ya estaba formado el tren de Toledo. Sobre todo en invierno la imagen que encontraba aumentaba más mi tristeza: en un andén casi a oscuras, el vapor y el humo de la máquina –que debía ser una Linke-Hoffman tipo 230- y los resplandores pulsantes de su fuego ofrecían una sensación y un ambiente absolutamente de soledad y nostalgia, que luego, muchos años después, vi perfectamente reflejado en esa intimista pero gran película inglesa que se llama “Breve encuentro”. 
Una "Linke-Hoffman" en la estación de Toledo en el verano de 1962 (Harald Navé)

Sin embargo, había algo que me daba ánimos: subiría al tren y allí estaría el señor Moreno, el tío de mi mejor amigo. Y aunque no hablara nada con él –de hecho solo lo hice un par de veces en conversaciones muy fugaces- sentía el calor de un revisor que, además, de algún modo, era también mi familia.

domingo, 22 de septiembre de 2024

Recuerdos del tren (IX): El hombre de las rifas o el hermano de Noé

9

EL HOMBRE DE LAS RIFAS O EL HERMANO DE NOÉ

No solo era Luis el ordinario uno de los personajes habituales, casi icónicos del semidirecto de Cuenca a Madrid, o tren de las nueve para los santacruceros. Había otro que quizás no viajara todos los días como Luis, pero sí con mucha frecuencia. Tras pasar Villarrubia de Santiago y Noblejas, pueblo al que mi padre siempre se refería -y nunca llegué a saber exactamente la razón- como “el de las niñas guapas”, llegaba el tren a Ocaña y yo quedaba a la espera de verle aparecer. Unas veces me asomaba a la ventanilla si la tenía disponible y, si no era así, aguardaba a verle llegar por mi vagón (ya sé que es “coche”, pero en aquella época todos nos referíamos a ellos como vagones).

Pues bien, el que mis padres decidieran participar o no en el sorteo dependía de si íbamos a Madrid o a Toledo. Si era a Toledo había que bajarse enseguida en Aranjuez para transbordar al “Turista” y no nos daba tiempo. Si era a Madrid sí solíamos participar, quizás sin muchas ganas… pero nos había regalado caramelos…y, además, era el hermano de Noé…

Pliegos de pequeñas cartas para las rifas

El hermano de Noé iba recorriendo sucesivos vagones hasta que lograba vender todas las tiras. Cuando lo conseguía buscaba “una mano inocente” -que solía ser la de un niño o niña- y le pedía que sacara un número de una bolsa que llevaba consigo, o bien que eligiera una carta de una baraja. A continuación llegaba un nuevo recorrido por los vagones anunciando a voz en grito el número o la carta ganadora. Muchas personas rebuscaban en los bolsillos a ver donde habían echado la tira de papel, hasta que alguien gritaba “Aquí, aquí”. Nuestro hombre le entregaba el lote de golosinas o quizás una pequeña botella de licor –tengo la sensación de que te daba a escoger- y al ganador se le iluminaba el rostro. El día había empezado bien. Pero, a veces tardaba en llegar de vuelta a nuestro vagón y eso era señal inequívoca de que el premio ya había caído en otro.

Dado el ambiente que se creaba en aquellos vagones de tercera donde todo se compartía, la tortilla de patatas, los humos del tabaco, las toses y hasta los secretos, el ganador se veía obligado a invitar. Algunas personas le contestaban “No, muchas gracias, guárdelo para sus chicos”, pero otros aceptaban la invitación y la bolsa de almendras o caramelos empequeñecía con rapidez. Si el premio era la garrota de dulce –a veces de buen tamaño- la compartición era más complicada y a veces lograba salir incólume de la invitación. Y entonces yo me preguntaba que haría todo el día por Madrid el señor o la señora con la garrota encima…porque ¡se la tendría que llevar a sus chicos aunque no volviera hasta la noche!

Si la rifa había ido rápida todavía tenía tiempo nuestro hombre de organizar otra. Debía ser con rapidez porque cuando el tren, ahora a buena marcha y sin paradas oficiales entre Aranjuez y Madrid, rebasaba Getafe y se acercaba a Villaverde, todo el mundo recogía sus trastos y se preparaba para bajar en Atocha. 

Nunca supe que haría en Madrid el hombre de las rifas hasta su retorno de nuevo por la noche a Ocaña. Cabe pensar que tendría otro trabajo allí porque los beneficios de la rifa no podían ser muy grandes. En el viaje de vuelta, a veces le veía y a  veces no, y tampoco tengo muy claro si volvía a organizar otra rifa; supongo que ya a esas horas y con el cansancio del día, la gente no estaría muy participativa. 

Mientras yo seguía buscando al ganador de la garrota de dulce, nuestro hombre se bajaba en Ocaña. Le veía marchar pero estaba seguro que volvería a encontrarle en el próximo viaje y que habría alguien, cerca de nosotros, que comentaría en voz baja, como si de un saber oculto se tratara, aquello de “es el hermano de Noé, el sastre”


domingo, 15 de septiembre de 2024

Recuerdos del tren (VIII): Luis, el ordinario

8

LUIS, EL ORDINARIO

“Costas” y “verderones” eran los escenarios del viaje y ya han quedado presentados. Es tiempo ahora de hablar de algunos de los actores. Los había que casi nunca “actuaban”: eran personas que solo viajaban por necesidad, en ocasiones muy puntuales, y para los que el viaje, aunque fuera a un lugar cercano, era poco menos que una aventura. Otros lo hacían más o menos esporádicamente por cuestiones de trabajo, familia o salud. Sin embargo algunos aparecían en el escenario prácticamente todos los días: entre los actores fijos de Santa Cruz estaba Luis, el ordinario. Ya me he referido a él en algún capítulo anterior y ello es muestra de la fascinación que ejercía y sigue ejerciendo sobre mí.

En aquellos años cincuenta y primeros sesenta el viaje no constituía en general ninguna actividad hecha por placer o diversión, y además los billetes de RENFE sin ser caros, sobre todo en tercera, no estaban al alcance de todos los bolsillos. Por tanto los viajes se evitaban, sobre todo si el motivo no era urgente o de importancia. Sin embargo, sí se necesitaba de vez en cuando, o incluso de manera periódica, alguna gestión o compra en Madrid o el envío de paquetes de todo tipo, fundamentalmente comida o ropa entre familiares, dada la relativa penuria que todavía existía en la sociedad. Como, lógicamente, no era cuestión de efectuar un viaje siempre que ello ocurría, se recurría a los llamados “ordinarios”.

Felicitación navideña de un "ordinario" o "recadero"

Los “ordinarios” o “recaderos” –siempre entendí esta segunda denominación pero nunca del todo la primera- eran personas que se trasladaban a Madrid desde los pueblos prácticamente todos los días, excepto los festivos, y a los que se encargaban estas tareas o gestiones mediante el pago de algún dinero, siempre un importe muy inferior al costo del billete. Normalmente tenían personas que les ayudaban tanto en el pueblo como en Madrid para recoger encargos, realizarlos y, en su caso, repartir después lo que fuera menester.

Aunque creo que en Santa Cruz había en aquellos tiempos dos ordinarios, para mí el ordinario por definición era siempre Luis. Me producía una extraña fascinación y no poca envidia ver que todos los días viajaba a Madrid en mi querido tren de las nueve y volvía en el no menos querido de las nueve de la noche. 

La jornada de Luis debía empezar muy pronto por la mañana porque tenía que llegar a la estación no después de las ocho y media. Aparecía por allí más o menos a esa hora acompañado a veces de un ayudante y empujando siempre un carrillo de mano donde llevaba distintos paquetes, sobres o cualquier tipo de utensilios que formase parte de las gestiones que tenía que hacer ese día en Madrid. Y con frecuencia también viajaban en el carrillo sacas redondas -y más bien mugrientas- donde iban las latas de las películas que se iban a proyectar en el cine o acababan de serlo y que tenían que devolverse a las oficinas de la distribuidora. 

Luis "el ordinario" (acuarela de Santiago Almarza)


Ya en la estación siempre solía haber alguna o algunas personas esperándole para darle un último encargo y solían permanecer en animada charla hasta que la Mikado entraba con su tren ya por la vía desviada con sus humos, vapores y chirridos.

Siempre será una duda para mí saber si Luis prefería “costas” o “verderones”, o sí incluso llegó a saber alguna vez que se llamaban así. Lo que sí sabía Luis era en qué punto exacto del tren le convenía subir para acelerar al máximo su trabajo. Normalmente lo hacía con rapidez y el ayudante le daba desde abajo por la ventanilla los distintos bultos que tenía que llevar. Y Luis seguro que se sabía ya todos los trucos para colocarlos en aquellos estrechos habitáculos con rapidez y maestría. Ya iniciado el viaje sacaba del bolsillo su libreta, repasaba las tareas y planificaba el día. Y no era raro que en el tren todavía pudiera recibir algún encargo más.

No estoy seguro de sí tenía algún ayudante esperándole en la estación de Atocha pero desde luego sí que lo tenía en una pensión u hostal cercano a la estación. “Paraba” allí (así se decía) que era donde tenía establecida su base de operaciones. Una vez en ella, hacía el reparto de tareas y, tanto él como el o los ayudantes, se dispersaban por Madrid para llevar a cabo “los recados”.

Mientras tanto por su casa de Santa Cruz iban pasando las personas que le habían hecho encargos en días anteriores y eran atendidas por su mujer que distribuía, explicaba, cobraba, y recibía nuevos encargos o algunas reclamaciones.

Ya por la tarde, supongo que a eso de las seis porque el tren de vuelta salía un poco antes de las siete, Luis volvía a Atocha, localizaba al semidirecto –bien sabía él donde lo solían colocar- y subía con sus bultos a uno de los últimos coches, ya que esa ubicación le facilitaba la rápida descarga en Santa Cruz. Una vez llegado, procedía a la descarga de paquetes, normalmente muchos más que a la ida, utilizando nuevamente el camino directo de la ventanilla y con la colaboración de su ayudante santacrucero. De nuevo el carrillo se iba llenando al tiempo que llegaba alguien con prisas para recibir cuanto antes su encargo. Luis atendía y explicaba o razonaba. Mientras tanto el tren ya arrancaba, la “raspa”, renqueante, volvía a la plaza con sus viajeros mientras que otros volvían a casa caminando, A continuación Luis, su ayudante y su carrillo… ¿quizás con nuevas películas? cerraban el grupo con paso decidido. Pero a veces no eran los últimos; un chaval con su bici iba lentamente detrás de ellos sintiendo una fascinación, un respeto…quien sabe si un cariño…que todavía permanece y que nunca llegó a explicarse del todo.