Hablando de trenes
Opiniones y reflexiones de un simple aficionado.
domingo, 17 de noviembre de 2024
Recuerdos del tren (XVII): Subiendo a Ocaña con la "1700"
martes, 12 de noviembre de 2024
Recuerdos del tren (XVI): Esplendor en Aranjuez
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ESPLENDOR EN ARANJUEZ
Desde muy niño la estación de Aranjuez se me hizo bastante familiar. Los frecuentes viajes a Toledo con el obligado transbordo en esa estación y mi incipiente pero ya marcada afición ferroviaria, hizo que la conociera bien y la tomara un cierto cariño.
Cuando hacíamos el viaje por la mañana, el tiempo muy justo que mediaba entre la llegada de nuestro tren y la entrada del “turista”, hacía que solo me pudiera fijar en poco más que en los artísticos azulejos del paso inferior por el que íbamos de un andén a otro con una cierta premura. Y si quedaba algo de tiempo y había suerte, podía tener todavía una visión panorámica y despejada de la arrancada hacia Madrid del tren en que habíamos viajado. Si, por el contrario, volvíamos a Santa Cruz por la tarde-noche la situación era muy parecida y no me daba tiempo a fijarme en nada más.
Pero todo era muy distinto cuando utilizábamos los mixtos. Si tomábamos el que teóricamente pasaba por Santa Cruz sobre la una menos veinte del mediodía, llegábamos a Aranjuez sobre la una y media o dos menos cuarto mientras que el otro mixto para Toledo no saldría hasta las tres o tres y cuarto. En el caso de que el recorrido fuera el contrario, el tiempo en Aranjuez para tomar el mixto hacia Cuenca era probablemente el mismo. Quizás conviene aclarar que estos trenes estaban combinados entre ellos: el mixto de Cuenca llevaba siempre, además de un número mayor o menor de vagones de mercancías, dos coches “costa”. Por su parte, el de Toledo también llevaba dos “costas”. En Aranjuez el tren que venía de Toledo enganchaba a los dos de Cuenca y seguía hacia Madrid. Más o menos una hora más tarde llegaba un tren de Madrid con otros cuatro “costas”. Dos seguían con su locomotora a Toledo mientras que los otros dos eran enganchados a la “1700” del mixto de Cuenca y se comenzaba a formar así un nuevo tren mixto hacia Santa Cruz y Cuenca.
Esta operación tenía un encanto especial para mí. La contemplaba con toda calma desde la cantina donde pasaba con mis padres a comer algo durante la hora u hora y media que teníamos que esperar hasta que arrancara nuestro tren. En principio, dos de los “costa” que habían llegado de Madrid estaban en una de las vías y hacia ellos llegaba para engancharlos la “1700”. A continuación, ya con ellos, y si era el caso, volvía a maniobrar para enganchar diferentes vagones de mercancías. La operación, que a veces resultaba bastante laboriosa, solía acabar con suerte antes de las tres y media de la tarde que era la hora oficial de salida. Pero hasta ese momento yo había disfrutado de lo lindo viendo también el paso frecuente de otros trenes por la estación, bien desde dentro del “costa” en el que a esas horas siempre encontraba ventanilla, o todavía desde el andén.
El “mixto” de Cuenca se formaba en la estación de Aranjuez con dos coches “costa” a los que se podían añadir un número indeterminado de vagones de mercancías
Pero cuando la estación de Aranjuez era una verdadera delicia para los amantes del ferrocarril era a primera hora de la mañana y últimas de la noche, coincidiendo con el paso de la gran cantidad de expresos que iban o venían de las capitales levantinas o andaluzas. Expresos de Sevilla y Cádiz, Málaga, Granada y Almería, Valencia, Alicante o Murcia pasaban con poco intervalo entre ellos traccionados casi siempre por las francesas Alsthom de la serie 7600 de los depósitos de Madrid-Atocha o Alcázar, aunque de vez en cuando podía aparecer una “panchorga” 7800 de Alcázar. Ambas locomotoras me impresionaban porque estaba muy poco acostumbrado a verlas, pero sobre todo las “francesas”, con su sonido tan característico y su librea verde esmeralda, me parecían el colmo de la modernidad. Eran trenes muy largos, compuestos en buena medida por coches “ochomiles” y coches-cama. Y si la imagen de día ya era impresionante, verlos por la noche, con todas las ventanillas iluminadas, pasando raudamente y perdiéndose en la oscuridad se convertía en un espectáculo verdaderamente fascinante y evocador. Pero no solamente lo daban los expresos. El desfile de los “rápidos”, que eran trenes diurnos, en contraposición a los expresos que eran nocturnos, y que tenía lugar hacia las diez o las once de la mañana en un sentido y hacia la media tarde en el contrario, era también espectacular.
Todo eso ya acabó hace mucho tiempo. La progresiva implantación de trenes de día con talgos, electrotrenes, TER, o unidades mermaron mucho la circulación de aquellas composiciones, y el golpe definitivo llegó con la entrada de la alta velocidad. Hoy la estación de Aranjuez es casi una estación de cercanías con un trasiego constante de unidades blancas y rojas y con la aparición circunstancial de algunos mercantes y trenes de “media distancia”.
A veces la añoranza me lleva a volver allí aunque solo sea para soñar un rato con aquel tiempo de esplendor. Y alguna vez me voy en sábado cuando el tren de la fresa tiene descansando a sus “costas” en el andén principal. Me siento junto a uno de ellos, si es posible en el que yo viajaba a veces. Paso la mano por su madera de teca, aspiro su olor, que sigue siendo el de entonces, cierro los ojos y quedo a la espera de que la “1700” venga a recogernos.
domingo, 3 de noviembre de 2024
Hablando de trenes (XV): Tiempo de littorinas
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TIEMPO DE LITTORINAS
Además del “gorrinillo” que venía de Villacañas, también pasaban por Santa Cruz algunos automotores que hacían un servicio de tarde entre Madrid y Valencia por Cuenca. La línea de Madrid a Cuenca fue quizás la primera en ser atendida por los grandes automotores Maybach que MZA puso en servicio en septiembre de 1935, aunque la experiencia debió ser efímera por el advenimiento de la Guerra Civil. Durante ella dos de estos Maybach, sufrieron accidentes y después, cuando finalizó, fueron dedicados durante un tiempo a la relación Madrid-Barcelona.
El WE 401 en la estación de Cuenca en sus pruebas. Año 1935 (autor desconocido)Durante los años cuarenta siguió existiendo un servicio de automotores entre Madrid y Cuenca que seguramente se extendió hasta Valencia cuando en 1947 se finalizó el complicado tramo entre Cuenca y Utiel. No sé en detalle cuáles fueron los vehículos concretos que se ocuparon del servicio, sólo puedo dar fe de algunas fotografías tomadas en la estación conquense de Vellisca así como en la de Atocha – en este caso con el cartel del recorrido bien visible- en las que aparecen claramente unos Ganz grandes.
Un Ganz de la serie 9209-9214 en la estación conquense de Vellisca. Año 1953 (AHF/MFM. Autor Karl Wyrsch)El Ganz 9211 saliendo desde Madrid-Atocha hacia Valencia el 15 de noviembre de 1959 (J. Swanberg/cortesía J.A. Méndez Marcos)
Cuando muy a principios de los sesenta ya inicié mis numerosas visitas a la estación de Santa Cruz el “rápido automotor” (tal como se denominaba en las guías) de Madrid a Valencia pasaba alrededor de las cinco de la tarde mientras que el de retorno lo hacía sobre las ocho, ya en la tarde-noche. Al menos en aquellos años lo cubrían principalmente las “littorinas” Fiat de la serie 9215 a 9226, si bien es posible que a veces lo hiciera algún Renault ABJ-7.
La littorina 9218 estacionada en Madrid-Atocha en 1957. Ignoro si estaba prestando servicio en la línea Madrid-Cuenca-Valencia (autor desconocido)Me gustaba ir a verlos pasar siempre que podía y comprobar que lo hacían a la hora prevista, tal como un “rápido automotor” entendía yo que debía hacerlo. Me encantaba verlo venir desde lejos y observar su balanceo de vehículo ligero cuando pasaba por la zona de agujas. Disminuía su velocidad según se acercaba a la estación, saludaba al jefe y reconocía su señal de vía libre con un sonoro bocinazo, e inmediatamente volvía a acelerar su motor recuperando velocidad.
Una tarde, creo que de primavera o verano, estaba muy atento a su paso ya que unos tíos míos que vivían en Toledo nos habían dicho que lo tomarían en Aranjuez para trasladarse a un congreso en Valencia. Naturalmente allí estaba yo, un poco antes de las cinco, en mi sitio favorito de observación. Sabía que me resultaría difícil verlos cuando pasaran pero, aún así, estuve muy atento a todas las ventanillas para intentar atisbar cualquier saludo o señal desde alguna de ellas. No observé nada y extrañado volví a casa. Pocos días después nos dijeron que ellos sí me habían visto perfectamente. Resulta que en Aranjuez les dijeron que no había plazas disponibles pero que podrían viajar de pie hasta que quedara algún sitio libre -cosas de aquellos tiempos- solución ésta en la que no sé si tendría algo que ver el respeto o la atención que se dispensaba en aquellos tiempos a los sacerdotes ¡y más aún si se trataba de un canónigo de la catedral de Toledo como era mi tío! El caso es que hicieron buena parte del recorrido en cabina, acompañando al automotorista, y desde ella me vieron y saludaron. ¡Con que orgullo hubiera yo vuelto a casa viendo a mis tíos nada menos que en cabina!
Lógicamente, estos “rápidos automotores” no paraban en Santa Cruz yendo directamente desde Aranjuez hasta Tarancón. Si lo hacían alguna vez era porque algo había ocurrido. Así fue desgraciadamente cuando, creo que fue una “littorina”, arrolló en un paso a nivel sin barreras cerca del pueblo a un carro arrastrado por una mula en el que iban varios ocupantes y de los que al menos alguno murió. La noticia se extendió por el pueblo con toda rapidez y parece que había sido el propio automotor el que llegó por sus medios a la estación, aún con las señales evidentes del arrollamiento, para dar cuenta de lo que había pasado.
Cuando me enteré noté en mi cuerpo una extraña y amarga sensación en la que se mezclaba tristeza y dolor, desde luego por las personas que habían perdido la vida pero también, debo confesarlo, por el desgraciado papel que le había tocado desempeñar a una de mis admiradas littorinas y a su desgraciado conductor. Desde entonces, siempre que observo el curioso frontal de estos automotores, con esa especie de ojos saltones de sus faros y del amago de rictus que parece esbozar la carcasa protectora del radiador, no puedo dejar de revivir aquel día y mientras me fue posible, dar un toque de ánimo a la enmohecida chapa de su cabina. Me refiero a la ya prácticamente destrozada littorina 9217 que todavía sigue bajo un toldo en la zona exterior de Delicias. No sé si prefiero verla como la hacía hasta hace unos años, cuando la fotografié o mejor ya no verla así.
La “littorina” 9217 en el exterior del Museo del Ferrocarril de Madrid antes de ser cubierta por un toldo
Temo ver en sus ojos saltones e inquisitivos y en su rictus, un punto amargo, una petición de ayuda, de supervivencia, algo que no sé si llegará a suceder alguna vez.
domingo, 27 de octubre de 2024
Recuerdos del tren (XIV): Inundaciones
domingo, 20 de octubre de 2024
Recuerdos del tren (XIII).- La solitaria dama del correo de Valencia
sábado, 12 de octubre de 2024
Recuerdos del tren (XII): La cita vespertina
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LA CITA VESPERTINA
El servicio vespertino del “zaragoza” era mucho más tranquilo. Llegaba a Santa Cruz algo después de las ocho de la tarde y esperaba hasta las nueve, hora aproximada de llegada del semidirecto Madrid-Cuenca. Ahora venía con más tiempo y se le notaba tranquilo, sintiéndose protagonista. Tras estacionarse y apearse los pocos viajeros que venían en él, el conductor del automotor –el automotorista o motorista se le llamaba- bajaba a estirar las piernas por el segundo andén y a veces se sentaba al borde del mismo acompañado en animada conversación por el jefe de estación, el guardagujas y alguna otra persona. Los recuerdo frente a mí; yo los observaba fijamente y me moría de ganas por saber de que hablaban, imaginando que compartían grandes secretos sobre locomotoras y automotores… aunque probablemente su conversación estaría más centrada en el fútbol o en los sueldos de RENFE.
A veces había sorpresa y no era el “zaragoza” el que aparecía. Supongo que, en cada momento, bien por averías o mantenimientos, el depósito de Alcázar utilizaba para ese servicio de tan pocos requerimientos el vehículo o composición que más le convenía. De este modo, y aunque creo que alguna vez apareció un automotor Ganz de bogies, era relativamente normal que llegara una vaporosa “RENFE” 240 arrastrando una curiosa composición formada por un furgón, un coche de ejes de procedencia Norte, otro pequeño coche de madera también de ejes de claro origen MZA y un segundo furgón. A mí me encantaba esa novedad porque suponía un espectáculo la maniobra para colocar a la locomotora de nuevo en cabeza del tren, preparada para el viaje de vuelta, y probablemente con el tender por delante. Una vez en esa situación, también maquinista y fogonero podían sentarse tranquilamente al fresco en el borde del andén mientras la máquina quemaba fuel suavemente para mantener la presión. Un día tuve el arrojo de sentarme yo mismo en ese borde y me quedé a la altura del bogie delantero, del que no me separaban más de dos metros. La sensación de estar tan cerca de ella con toda tranquilidad mientras escuchaba el ruido característico de los quemadores de fuel, es algo que me llegó muy hondo y creo que nunca olvidaré.
A veces era todavía más divertido. Al mando de la variopinta composición, que esa no cambiaba, aparecía una pizpireta “compound” ex MZA serie 651 a 680 e integrante en RENFE de la 230-4001 a 4030. Tenía una forma de rodar muy ágil y garbosa y un pitido mucho más agudo que el de las RENFE. Era un placer verla evolucionar en la maniobra y más si se reparaba en el letrero que junto al dibujo de una especie de centella llevaba escrito en la trasera del techo de la cabina: ¡“El cohete”!
Una de las locomotoras de la serie 651 a 680 de MZA.. Probablemente ella, o una de sus “hermanas” sería “El Cohete” (Archivo Histórico Ferroviario del Museo del Ferrocarril de Madrid. Autor: Juan B. Cabrera)
A todo esto ya se habían hecho las ocho y media: el jefe de estación se iba a su despacho y poco después solía sonar un timbre. Era el aviso de que el semidirecto salía de Villarrubia y en unos veinte minutos estaría en Santa Cruz. El jefe tocaba la campanilla anunciando la próxima llegada, al tiempo que el guardagujas montaba en su bicicleta y se iba hacia las agujas para colocarlas en vía desviada, de forma que el tren entrara por el andén principal. Mientras tanto yo miraba insistentemente a mi derecha para intentar ver allá a lo lejos, antes que nadie, el foco de la Mikado cuando diera la curva para enfilar directamente hacia la estación. En el otro andén, si era el “zaragoza” el que había venido, el automotorista ponía en marcha el motor o si era una de las vaporosas, el fogonero avivaba el fuego.
Entraba ya la Mikado, lenta y solemne, con su retumbar de hierros y sus chorros de vapor al tiempo que un rojo incandescente iluminaba la parte baja de su hogar. Rechinaban los frenos y el tren se detenía. Durante unos segundos todo eran carreras, voces y señales por el andén; el jefe de estación observaba cuidadosamente a unos y otros pero en seguida tomaba de nuevo gorra y banderín enrollado en mano y se dirigía lentamente hacia la locomotora. Allí saludaba al maquinista e intercambiaban algunas palabras sin dejar de observar cómo, poco a poco, el andén se iba despejando.
Tras el sonido del silbato, el semidirecto se desperezaba de nuevo y abandonaba la estación entre pitidos, resoplidos y patinazos de la locomotora. Yo veía como el tren se sumía en la oscuridad y me parecía algo arcano y mágico ese camino en la noche hacia una mítica Cuenca, adonde llegaría casi en la madrugada. Pero, en seguida, dirigía mi atención hacia el gorrinillo, donde el automotorista, muchas veces casi en solitario, encendía el foco al tiempo que se despedía del jefe de estación y salía un poco como en desamparo –o al menos eso me parecía a mí- hacia Villacañas. Con su sonido lejano en mis oídos, escuchando su cambio de marchas, yo colocaba “la dinamo” sobre la rueda de mi bici y, alumbrado por la luz mortecina y titilante de su pequeño faro, comenzaba a pedalear hacia casa. Todavía adelantaba a Luis, el sempiterno Luis, que, cansado pero servicial, seguía atendiendo a sus parroquianos mientras empujaba su carricoche con garbo. Llevaba seguramente en él múltiples ilusiones y deseos: una película del oeste para el cine del tío Boni, una medicina urgente o unas cremalleras especiales compradas en Pontejos...
Había caído ya la noche mientras yo imaginaba que, quizás, en la oscuridad, el milagro surgía y el pequeño “zaragoza” se transmutaba en un imponente Renault ABJ. No costaba nada soñar y uno era todavía más feliz.
domingo, 6 de octubre de 2024
Recuerdos del tren (XI): El gorrinillo se retrasa
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EL “GORRINILLO” SE RETRASA
Sin embargo, a veces, el revisor del semidirecto no estaba junto al jefe de estación, ni vigilando la subida de los viajeros, sino que a través del balconcillo de uno de los “costa” o del pequeño vestíbulo del “verderón”, y cruzando con cuidado la vía directa, se colocaba en el segundo andén y oteaba el horizonte junto con algunos otros viajeros que se habían bajado impacientes. Si yo estaba en el tren, porque ese día iba de viaje, observaba la situación desde la ventanilla sin perder detalle ya que, por supuesto, mis padres no me dejaban bajarme como hubiera deseado para ser otro de los expectantes en el andén. Y si no viajaba, me tenía que quedar en el andén principal pero acercándome todo lo posible a la Mikado, oteando también el horizonte…pero sin quitar ojo a las interesantísimas tareas que pudieran estar haciendo maquinista y fogonero.
Y entonces, de pronto, se escuchaba a lo lejos un pitido agudo, apresurado, quizás un punto avergonzado. Al fin llegaba el gorrinillo. El gorrinillo era un pequeño automotor tipo “zaragoza”, uno de aquellos diecisiete que había construido en los años treinta, bajo licencia alemana, la factoría zaragozana de Cardé y Escoriaza y que tanto juego dieron en las vías españolas de débil tráfico. El apodo –que años después me enteré que estaba algo más generalizado de lo que pensaba- le venía de sus dos motores en voladizo que recordaban vagamente la apariencia la cabeza de un cerdo o “gorrino”. Supongo que en aquellos finales de los cincuenta y principios de los sesenta debían estar dos o tres de ellos asignados al depósito de Alcázar, dedicados a cubrir servicios en pequeñas líneas manchegas como la de Cinco Casas a Tomelloso o ésta de Villacañas a Santa Cruz.
Un “gorrinillo” en uno de sus típicos recorridos rurales por la España interior (acuarela de Martínez Mendoza)
Pues bien, este gorrinillo cubría dos veces al día, en trayecto de ida y vuelta, el recorrido entre Villacañas y Santa Cruz. Según el horario oficial, el bueno del gorrinillo debía de llegar un poco antes que el semidirecto con el que tenía que enlazar, pero no eran pocas las veces que, bien por alifafes del viejo automotor, o por retrasos en su trayecto por Lillo, Corral de Almaguer y Villatobas, llegaba cuando aquel ya estaba en Santa Cruz. Su aparición tardía era algo que preocupaba a todos y a veces hasta soliviantaba a algunos. La razón, aparte del retraso en sí mismo, era que, según los horarios oficiales, el semidirecto debía cruzarse en Villarrubia con el primer Talgo Madrid-Valencia. Sin embargo, la cosa andaba tan justa, tan justa, que a poco que se retrasara el semidirecto –poco probable-, o bien lo hiciera el gorrinillo –bastante más probable-, el cruce con el Talgo había que hacerlo en Santa Cruz, lo que suponía un retraso de casi media hora… salvo que la Mikado fuera después capaz de recuperar algo. De una forma u otra, la llegada a Madrid también se retrasaba o incluso el enlace en Aranjuez con el tren “turista”, que iba de Madrid a Toledo, se ponía complicado. De ahí el enfado que suscitaba entre los viajeros el retraso del viejo “zaragoza”, el oteo continuo del horizonte hasta verle aparecer, o el aspecto compungido de los viajeros que en él llegaban, mientras esperaban que bajaran rápidamente sus bultos de la baca, colaborando incluso ellos mismos, y sintiéndose blanco de las miradas de los arrogantes viajeros del semidirecto.
Pero tal circunstancia se convertía ya en un espectáculo de excepción para alguien que amara los trenes, cuando al final aparecía el Talgo. En la vía del andén principal estaba el semidirecto con la Mikado a la cabeza haciendo vapor y resoplando como un animal enjaulado; por la vía directa, imponente, plateado y ligero, pasaba raudo el Talgo, haciendo sonar su majestuosa sirena – para mí uno de los más hermosos sonidos del ferrocarril español, si no el que más- mientras que al otro lado del andén secundario descansaba el humilde gorrinillo recuperándose de su ajetreada carrera. ¡Qué hubiera dado yo por haber podido hacer una foto de ambos –o incluso de los tres si hubiera podido también incluir a la Mikado- en su fugaz cita!
Ya se alejaba presuroso el Talgo hacia Tarancón, y, tras el silbido del jefe de estación, arrancaba patinando, resoplando y chirriando la Mikado con su tren hacia Villarrubia, dispuesta a recuperar el tiempo que pudiera. Mientras tanto, el pequeño automotor, ahora ya con toda tranquilidad y con su otro motor en marcha, esperaba el fin de la charla entre su conductor y el jefe de la estación que iba a darle la salida en su retorno hacia Villacañas. Sonaba el pitido del jefe y bramaba, ahora toda airosa e intrépida, la bocina del automotor. El motorista metía la primera velocidad y el motor rugía mientras aceleraba. Después la segunda…y luego quizás, allá a lo lejos, ya casi dando la curva hacia la izquierda, la tercera. Tras la algarabía la estación se quedaba ya toda en silencio. Si yo no había viajado, pedaleaba en mi bici hacia casa. Sabía que por la noche, hacia las nueve, el semidirecto y el “zaragoza” tendrían otra cita, aunque en esa ocasión, ya más tranquila. Si podía, también estaría en ella.
domingo, 29 de septiembre de 2024
Recuerdos del tren (X): Revisores
domingo, 22 de septiembre de 2024
Recuerdos del tren (IX): El hombre de las rifas o el hermano de Noé
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EL HOMBRE DE LAS RIFAS O EL HERMANO DE NOÉ
Pues bien, el que mis padres decidieran participar o no en el sorteo dependía de si íbamos a Madrid o a Toledo. Si era a Toledo había que bajarse enseguida en Aranjuez para transbordar al “Turista” y no nos daba tiempo. Si era a Madrid sí solíamos participar, quizás sin muchas ganas… pero nos había regalado caramelos…y, además, era el hermano de Noé…
Pliegos de pequeñas cartas para las rifas
El hermano de Noé iba recorriendo sucesivos vagones hasta que lograba vender todas las tiras. Cuando lo conseguía buscaba “una mano inocente” -que solía ser la de un niño o niña- y le pedía que sacara un número de una bolsa que llevaba consigo, o bien que eligiera una carta de una baraja. A continuación llegaba un nuevo recorrido por los vagones anunciando a voz en grito el número o la carta ganadora. Muchas personas rebuscaban en los bolsillos a ver donde habían echado la tira de papel, hasta que alguien gritaba “Aquí, aquí”. Nuestro hombre le entregaba el lote de golosinas o quizás una pequeña botella de licor –tengo la sensación de que te daba a escoger- y al ganador se le iluminaba el rostro. El día había empezado bien. Pero, a veces tardaba en llegar de vuelta a nuestro vagón y eso era señal inequívoca de que el premio ya había caído en otro.
Dado el ambiente que se creaba en aquellos vagones de tercera donde todo se compartía, la tortilla de patatas, los humos del tabaco, las toses y hasta los secretos, el ganador se veía obligado a invitar. Algunas personas le contestaban “No, muchas gracias, guárdelo para sus chicos”, pero otros aceptaban la invitación y la bolsa de almendras o caramelos empequeñecía con rapidez. Si el premio era la garrota de dulce –a veces de buen tamaño- la compartición era más complicada y a veces lograba salir incólume de la invitación. Y entonces yo me preguntaba que haría todo el día por Madrid el señor o la señora con la garrota encima…porque ¡se la tendría que llevar a sus chicos aunque no volviera hasta la noche!
Si la rifa había ido rápida todavía tenía tiempo nuestro hombre de organizar otra. Debía ser con rapidez porque cuando el tren, ahora a buena marcha y sin paradas oficiales entre Aranjuez y Madrid, rebasaba Getafe y se acercaba a Villaverde, todo el mundo recogía sus trastos y se preparaba para bajar en Atocha.
Nunca supe que haría en Madrid el hombre de las rifas hasta su retorno de nuevo por la noche a Ocaña. Cabe pensar que tendría otro trabajo allí porque los beneficios de la rifa no podían ser muy grandes. En el viaje de vuelta, a veces le veía y a veces no, y tampoco tengo muy claro si volvía a organizar otra rifa; supongo que ya a esas horas y con el cansancio del día, la gente no estaría muy participativa.
Mientras yo seguía buscando al ganador de la garrota de dulce, nuestro hombre se bajaba en Ocaña. Le veía marchar pero estaba seguro que volvería a encontrarle en el próximo viaje y que habría alguien, cerca de nosotros, que comentaría en voz baja, como si de un saber oculto se tratara, aquello de “es el hermano de Noé, el sastre”
domingo, 15 de septiembre de 2024
Recuerdos del tren (VIII): Luis, el ordinario
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LUIS, EL ORDINARIO
“Costas” y “verderones” eran los escenarios del viaje y ya han quedado presentados. Es tiempo ahora de hablar de algunos de los actores. Los había que casi nunca “actuaban”: eran personas que solo viajaban por necesidad, en ocasiones muy puntuales, y para los que el viaje, aunque fuera a un lugar cercano, era poco menos que una aventura. Otros lo hacían más o menos esporádicamente por cuestiones de trabajo, familia o salud. Sin embargo algunos aparecían en el escenario prácticamente todos los días: entre los actores fijos de Santa Cruz estaba Luis, el ordinario. Ya me he referido a él en algún capítulo anterior y ello es muestra de la fascinación que ejercía y sigue ejerciendo sobre mí.
En aquellos años cincuenta y primeros sesenta el viaje no constituía en general ninguna actividad hecha por placer o diversión, y además los billetes de RENFE sin ser caros, sobre todo en tercera, no estaban al alcance de todos los bolsillos. Por tanto los viajes se evitaban, sobre todo si el motivo no era urgente o de importancia. Sin embargo, sí se necesitaba de vez en cuando, o incluso de manera periódica, alguna gestión o compra en Madrid o el envío de paquetes de todo tipo, fundamentalmente comida o ropa entre familiares, dada la relativa penuria que todavía existía en la sociedad. Como, lógicamente, no era cuestión de efectuar un viaje siempre que ello ocurría, se recurría a los llamados “ordinarios”.
Los “ordinarios” o “recaderos” –siempre entendí esta segunda denominación pero nunca del todo la primera- eran personas que se trasladaban a Madrid desde los pueblos prácticamente todos los días, excepto los festivos, y a los que se encargaban estas tareas o gestiones mediante el pago de algún dinero, siempre un importe muy inferior al costo del billete. Normalmente tenían personas que les ayudaban tanto en el pueblo como en Madrid para recoger encargos, realizarlos y, en su caso, repartir después lo que fuera menester.
Aunque creo que en Santa Cruz había en aquellos tiempos dos ordinarios, para mí el ordinario por definición era siempre Luis. Me producía una extraña fascinación y no poca envidia ver que todos los días viajaba a Madrid en mi querido tren de las nueve y volvía en el no menos querido de las nueve de la noche.
La jornada de Luis debía empezar muy pronto por la mañana porque tenía que llegar a la estación no después de las ocho y media. Aparecía por allí más o menos a esa hora acompañado a veces de un ayudante y empujando siempre un carrillo de mano donde llevaba distintos paquetes, sobres o cualquier tipo de utensilios que formase parte de las gestiones que tenía que hacer ese día en Madrid. Y con frecuencia también viajaban en el carrillo sacas redondas -y más bien mugrientas- donde iban las latas de las películas que se iban a proyectar en el cine o acababan de serlo y que tenían que devolverse a las oficinas de la distribuidora.
Luis "el ordinario" (acuarela de Santiago Almarza)
Ya en la estación siempre solía haber alguna o algunas personas esperándole para darle un último encargo y solían permanecer en animada charla hasta que la Mikado entraba con su tren ya por la vía desviada con sus humos, vapores y chirridos.
Siempre será una duda para mí saber si Luis prefería “costas” o “verderones”, o sí incluso llegó a saber alguna vez que se llamaban así. Lo que sí sabía Luis era en qué punto exacto del tren le convenía subir para acelerar al máximo su trabajo. Normalmente lo hacía con rapidez y el ayudante le daba desde abajo por la ventanilla los distintos bultos que tenía que llevar. Y Luis seguro que se sabía ya todos los trucos para colocarlos en aquellos estrechos habitáculos con rapidez y maestría. Ya iniciado el viaje sacaba del bolsillo su libreta, repasaba las tareas y planificaba el día. Y no era raro que en el tren todavía pudiera recibir algún encargo más.
No estoy seguro de sí tenía algún ayudante esperándole en la estación de Atocha pero desde luego sí que lo tenía en una pensión u hostal cercano a la estación. “Paraba” allí (así se decía) que era donde tenía establecida su base de operaciones. Una vez en ella, hacía el reparto de tareas y, tanto él como el o los ayudantes, se dispersaban por Madrid para llevar a cabo “los recados”.
Mientras tanto por su casa de Santa Cruz iban pasando las personas que le habían hecho encargos en días anteriores y eran atendidas por su mujer que distribuía, explicaba, cobraba, y recibía nuevos encargos o algunas reclamaciones.
Ya por la tarde, supongo que a eso de las seis porque el tren de vuelta salía un poco antes de las siete, Luis volvía a Atocha, localizaba al semidirecto –bien sabía él donde lo solían colocar- y subía con sus bultos a uno de los últimos coches, ya que esa ubicación le facilitaba la rápida descarga en Santa Cruz. Una vez llegado, procedía a la descarga de paquetes, normalmente muchos más que a la ida, utilizando nuevamente el camino directo de la ventanilla y con la colaboración de su ayudante santacrucero. De nuevo el carrillo se iba llenando al tiempo que llegaba alguien con prisas para recibir cuanto antes su encargo. Luis atendía y explicaba o razonaba. Mientras tanto el tren ya arrancaba, la “raspa”, renqueante, volvía a la plaza con sus viajeros mientras que otros volvían a casa caminando, A continuación Luis, su ayudante y su carrillo… ¿quizás con nuevas películas? cerraban el grupo con paso decidido. Pero a veces no eran los últimos; un chaval con su bici iba lentamente detrás de ellos sintiendo una fascinación, un respeto…quien sabe si un cariño…que todavía permanece y que nunca llegó a explicarse del todo.